El profesor Portuondo, tal como lo recuerdo
MADRID, España, enero, www.cubanet.org -José Antonio Portuondo (1911 – 1996) recibió el año pasado, con motivo de su centenario, una doble andanada de condenas: las que se merece y las que no se merece. Si bien puede considerarse reprobable su actuación como intelectual orgánico del régimen castrista, no hay que pasarse en el afán condenatorio y faltar a la verdad biográfica. A riesgo de quedar como vendedor de indulgencias, más que como abogado del diablo, me propongo en estas líneas matizar algunos juicios maniqueos emitidos en torno a su figura y mostrar la dimensión amable de quien fuera el más popular de los profesores en mi época de estudiante.
De entrada, puedo asegurar que en medio del clima político asfixiante de la Universidad de La Habana —especialmente en la Escuela de Letras y en 1971, que fue un año de purgas y tormentos—, uno de los pocos ratos a salvo de la intoxicación ideológica eran las clases del Dr. Portuondo. Si un alumno le preguntaba qué había de malo en dejarse la melena, el profesor respondía sin titubeo que llevar el pelo largo o corto era simplemente cuestión de moda y nada tenía que ver con la ideología. “El viejo es buena gente”, era la apreciación unánime de un alumnado descreído que detectaba al vuelo la amenaza del represor. Incluso se comentaba que el año anterior había aprobado, y con buena nota, a un estudiante fallecido a inicios del curso. Se trataba de una broma, seguramente, pero de tanto repetirse muchos se la llegaron a creer, quizás con la intención de acrecentar la leyenda del profesor indulgente.
Nadie más lejos del estalinista inflexible que aquel conferenciante jovial, de palabra fácil, fino y criollo a la vez, brillante pero con un sentido muy lúdico de la cultura. Su panorama de la literatura cubana fue para mí un curso inolvidable. Sus clases, además del alto nivel académico, eran más que amenas, muy divertidas, ajenas por completo al empacho del teque y el sermoneo del discurso oficial (que, en el fondo, JAP sin duda compartía). La risa y el buen humor nunca faltaban en sus conferencias salpicadas de chistes y salidas ocurrentes. Los que lo pintan como un catequista de la ortodoxia, estilo García Galló, seguramente desconocen sus irreverencias sobre Marx y sobre el marxismo-leninismo, cuya deformación en clave cubana él calificaba festivamente de ‘envolvencia’ (palabra que en el argot de entonces podía significar muchas cosas, pero ninguna positiva). A los alumnos les caía bien el profesor Portuondo tanto por el uso que hacía del habla popular como por sus ocurrencias, en gran medida transgresoras, impensables en un militante fanático de línea dura.
En una época de autoritarismo a tope, en que muchos identificaban la militancia con la grosería, a Portuondo jamás se le oyó durante todo el curso la más mínima salida de tono. Los que han ejercido la docencia sabrán lo difícil que es mantener la ecuanimidad y el buen talante todos los días durante varias horas de clases. JAP no perdía nunca los estribos ni mostraba ninguna señal de irritación, a pesar de que siempre iba vestido de cuello y corbata para impartir sus lecciones en un salón amplio pero muy mal ventilado. Mientras muchos se abanicaban con el cuaderno, el trajeado profesor se mostraba refractario al calor sofocante. Uno salía sudando, pero él terminaba la conferencia tan fresco como había empezado. Disfrutaba con la enseñanza y nos hacía pasar un buen rato con sus conferencias, que él prefería calificar de simples ‹‹charlas con un intermedio para tomar ‘guachipupa’».
No hay que compartir, desde luego, muchas de las ideas de JAP. Por ejemplo, su valoración de ‘Los pasos perdidos’ (para algunos, la mejor novela de Alejo Carpentier) se pasaba de sectaria. Como marxista, no le perdonaba al autor su tesis rousseauniana del retorno a la naturaleza, aunque, por otro lado, elogiaba los valores formales y la riqueza de la prosa en la obra de Carpentier producida hasta la fecha, contrastándola con lo que él tachaba de indigencia léxica en la mayoría de los escritores cubanos. Mas por la manera en que se refería al novelista (“producto raro”, le decía entre otras cosas), daba la impresión de que simpatizaba menos con Carpentier que con Jorge Mañach, a quien primero señalaba como enemigo de la revolución castrista, para luego añadir que debíamos agradecerle algunas de las páginas más brillantes de la literatura cubana. De hecho, JAP era el único que por aquellas fechas se atrevía a hablar elogiosamente en público de la obra de Mañach. Y no solo en el aula, sino también en conferencias abiertas a círculos más amplios.
Por esos años, asimismo, se había comentado con admiración y extrañeza la ‘rehabilitación’ pública de Agustín Acosta por parte de JAP, poco antes de que el poeta partiera al exilio en 1972. Sucedía que Julio Antonio Mella, en un panfleto publicado en 1928, había acusado de ‘desertor’ al autor de ‘La zafra’, y JAP consideraba injusta esa acusación que don Agustín había llevado como un sambenito durante décadas. Portuondo osaba desmentir nada menos que al fundador del comunismo cubano, pero otra cosa muy distinta era contradecir a Fidel Castro y oponerse a la política cultural del régimen, a la cual se plegó por activa y por pasiva como prácticamente toda la intelectualidad cubana.
A JAP, sin embargo, hoy lo acusan de lo que en su momento muchos veían como una práctica normal e inevitable. De modo que no le perdonan las escandalosas omisiones de escritores del exilio en el Diccionario de la Literatura Cuba (1980), publicado por el Instituto de Literatura y Lingüística. Una acusación que no carece de fundamento habiendo sido JAP director de esa institución durante años y, por consiguiente, el responsable de una obra que adolece de muchos defectos además de las exclusiones por razones políticas. Mas también se podía acusar de lo mismo a quien lo sustituyó en el cargo entre 1975 y 1980, la doctora Mirta Aguirre (1912 – 1980), cuyo centenario se conmemora este año (así que vayan enfilando los cañones, porque esa sí que se mandaba como toda una coronela, a pesar de la delicadeza con que nos podía soprender en la intimidad de su poesía). Pero bajando un escalón administrativo, igualmente se podía culpar a Sergio Chaple, el insufrible narrador que se encargó en la práctica de dirigir y supervisar la elaboración del diccionario en su última etapa (como antes lo hicieron Ángel Augier y Mary Cruz, sucesivamente). En ese proyecto, por cierto, participó toda una legión de investigadores que incluía lo mismo a escritores de renombre que a alumnos ‘insertados’, ninguno de los cuales, que se sepa, jamás propuso la inclusión de una ficha de Guillermo Cabrera Infante o de Lino Novás Calvo, por citar solo dos de las destacadas figuras censuradas. Pero ¿acaso podían hacerlo en el ambiente tenebroso de aquel quinquenio o decenio gris que ya pasa del medio siglo? Ni podían hacerlo ellos, ni tampoco los difuntos Portuondo y Aguirre, cuyos cargos institucionales no suponían ningún poder real y efectivo. Los verdaderos culpables son los que siguen vivos y gobernando. Y es a ellos a quienes, en última instancia, hay que culpar de la exclusión de las figuras del exilio en el diccionario y en todas las esferas de la vida nacional.
Por otro lado, no pongo en duda que JAP haya podido ocasionar daños en el plano teórico con su marxismo de vieja escuela, que era a la sazón el pan nuestro de cada día en el ámbito académico y mucho más allá. Pero, en medio de aquel clima de terror, a los estudiantes de entonces, más que la teoría, nos interesaba la praxis inmediata de un profesor chévere con el que nos sentíamos a gusto y con las espaldas seguras. ¡Si todos fueran como Portuondo…!, exclamábamos dejando la frase en suspenso. Obviamente, si todos los comunistas hubieran sido como él, el comunismo no hubiera durado en Cuba ni lo que el consabido merengue.
Visto así, con la percepción a distancia del alumno, daría la impresión de que JAP fuese la figura más tolerante y menos autoritaria en la historia de Cuba. Sin embargo, además de arrastrar desde antes una cierta fama de sectario, su participación en el caso Padilla, ese mismo año 71, lo sitúa sin vuelta de hoja en el bando de los intolerantes al servicio del castrismo. Su papel como ‘moderador’ en la tristemente célebre autocrítica de Heberto Padilla, aunque fuese meramente introductorio, no merece ningún perdón. Admitiendo que tanto Portuondo como Padilla se atuvieron al guion de la Seguridad del Estado, no es menos cierto que el poeta –lo mismo que su esposa— era la víctima y se hallaba sometido a una presión aplastante, mientras que JAP se prestó entusiastamente al trabajo sucio en un juicio político de corte estalinista. Eso, más que sus posiciones estéticas sustentadas en los postulados del marxismo, es sin duda su mayor mancha. Una mancha que no se quita con toda la simpatía de la que sabía hacer gala el hoy tan controvertido intelectual cubano.
De entrada, puedo asegurar que en medio del clima político asfixiante de la Universidad de La Habana —especialmente en la Escuela de Letras y en 1971, que fue un año de purgas y tormentos—, uno de los pocos ratos a salvo de la intoxicación ideológica eran las clases del Dr. Portuondo. Si un alumno le preguntaba qué había de malo en dejarse la melena, el profesor respondía sin titubeo que llevar el pelo largo o corto era simplemente cuestión de moda y nada tenía que ver con la ideología. “El viejo es buena gente”, era la apreciación unánime de un alumnado descreído que detectaba al vuelo la amenaza del represor. Incluso se comentaba que el año anterior había aprobado, y con buena nota, a un estudiante fallecido a inicios del curso. Se trataba de una broma, seguramente, pero de tanto repetirse muchos se la llegaron a creer, quizás con la intención de acrecentar la leyenda del profesor indulgente.
Nadie más lejos del estalinista inflexible que aquel conferenciante jovial, de palabra fácil, fino y criollo a la vez, brillante pero con un sentido muy lúdico de la cultura. Su panorama de la literatura cubana fue para mí un curso inolvidable. Sus clases, además del alto nivel académico, eran más que amenas, muy divertidas, ajenas por completo al empacho del teque y el sermoneo del discurso oficial (que, en el fondo, JAP sin duda compartía). La risa y el buen humor nunca faltaban en sus conferencias salpicadas de chistes y salidas ocurrentes. Los que lo pintan como un catequista de la ortodoxia, estilo García Galló, seguramente desconocen sus irreverencias sobre Marx y sobre el marxismo-leninismo, cuya deformación en clave cubana él calificaba festivamente de ‘envolvencia’ (palabra que en el argot de entonces podía significar muchas cosas, pero ninguna positiva). A los alumnos les caía bien el profesor Portuondo tanto por el uso que hacía del habla popular como por sus ocurrencias, en gran medida transgresoras, impensables en un militante fanático de línea dura.
En una época de autoritarismo a tope, en que muchos identificaban la militancia con la grosería, a Portuondo jamás se le oyó durante todo el curso la más mínima salida de tono. Los que han ejercido la docencia sabrán lo difícil que es mantener la ecuanimidad y el buen talante todos los días durante varias horas de clases. JAP no perdía nunca los estribos ni mostraba ninguna señal de irritación, a pesar de que siempre iba vestido de cuello y corbata para impartir sus lecciones en un salón amplio pero muy mal ventilado. Mientras muchos se abanicaban con el cuaderno, el trajeado profesor se mostraba refractario al calor sofocante. Uno salía sudando, pero él terminaba la conferencia tan fresco como había empezado. Disfrutaba con la enseñanza y nos hacía pasar un buen rato con sus conferencias, que él prefería calificar de simples ‹‹charlas con un intermedio para tomar ‘guachipupa’».
No hay que compartir, desde luego, muchas de las ideas de JAP. Por ejemplo, su valoración de ‘Los pasos perdidos’ (para algunos, la mejor novela de Alejo Carpentier) se pasaba de sectaria. Como marxista, no le perdonaba al autor su tesis rousseauniana del retorno a la naturaleza, aunque, por otro lado, elogiaba los valores formales y la riqueza de la prosa en la obra de Carpentier producida hasta la fecha, contrastándola con lo que él tachaba de indigencia léxica en la mayoría de los escritores cubanos. Mas por la manera en que se refería al novelista (“producto raro”, le decía entre otras cosas), daba la impresión de que simpatizaba menos con Carpentier que con Jorge Mañach, a quien primero señalaba como enemigo de la revolución castrista, para luego añadir que debíamos agradecerle algunas de las páginas más brillantes de la literatura cubana. De hecho, JAP era el único que por aquellas fechas se atrevía a hablar elogiosamente en público de la obra de Mañach. Y no solo en el aula, sino también en conferencias abiertas a círculos más amplios.
Por esos años, asimismo, se había comentado con admiración y extrañeza la ‘rehabilitación’ pública de Agustín Acosta por parte de JAP, poco antes de que el poeta partiera al exilio en 1972. Sucedía que Julio Antonio Mella, en un panfleto publicado en 1928, había acusado de ‘desertor’ al autor de ‘La zafra’, y JAP consideraba injusta esa acusación que don Agustín había llevado como un sambenito durante décadas. Portuondo osaba desmentir nada menos que al fundador del comunismo cubano, pero otra cosa muy distinta era contradecir a Fidel Castro y oponerse a la política cultural del régimen, a la cual se plegó por activa y por pasiva como prácticamente toda la intelectualidad cubana.
A JAP, sin embargo, hoy lo acusan de lo que en su momento muchos veían como una práctica normal e inevitable. De modo que no le perdonan las escandalosas omisiones de escritores del exilio en el Diccionario de la Literatura Cuba (1980), publicado por el Instituto de Literatura y Lingüística. Una acusación que no carece de fundamento habiendo sido JAP director de esa institución durante años y, por consiguiente, el responsable de una obra que adolece de muchos defectos además de las exclusiones por razones políticas. Mas también se podía acusar de lo mismo a quien lo sustituyó en el cargo entre 1975 y 1980, la doctora Mirta Aguirre (1912 – 1980), cuyo centenario se conmemora este año (así que vayan enfilando los cañones, porque esa sí que se mandaba como toda una coronela, a pesar de la delicadeza con que nos podía soprender en la intimidad de su poesía). Pero bajando un escalón administrativo, igualmente se podía culpar a Sergio Chaple, el insufrible narrador que se encargó en la práctica de dirigir y supervisar la elaboración del diccionario en su última etapa (como antes lo hicieron Ángel Augier y Mary Cruz, sucesivamente). En ese proyecto, por cierto, participó toda una legión de investigadores que incluía lo mismo a escritores de renombre que a alumnos ‘insertados’, ninguno de los cuales, que se sepa, jamás propuso la inclusión de una ficha de Guillermo Cabrera Infante o de Lino Novás Calvo, por citar solo dos de las destacadas figuras censuradas. Pero ¿acaso podían hacerlo en el ambiente tenebroso de aquel quinquenio o decenio gris que ya pasa del medio siglo? Ni podían hacerlo ellos, ni tampoco los difuntos Portuondo y Aguirre, cuyos cargos institucionales no suponían ningún poder real y efectivo. Los verdaderos culpables son los que siguen vivos y gobernando. Y es a ellos a quienes, en última instancia, hay que culpar de la exclusión de las figuras del exilio en el diccionario y en todas las esferas de la vida nacional.
Por otro lado, no pongo en duda que JAP haya podido ocasionar daños en el plano teórico con su marxismo de vieja escuela, que era a la sazón el pan nuestro de cada día en el ámbito académico y mucho más allá. Pero, en medio de aquel clima de terror, a los estudiantes de entonces, más que la teoría, nos interesaba la praxis inmediata de un profesor chévere con el que nos sentíamos a gusto y con las espaldas seguras. ¡Si todos fueran como Portuondo…!, exclamábamos dejando la frase en suspenso. Obviamente, si todos los comunistas hubieran sido como él, el comunismo no hubiera durado en Cuba ni lo que el consabido merengue.
Visto así, con la percepción a distancia del alumno, daría la impresión de que JAP fuese la figura más tolerante y menos autoritaria en la historia de Cuba. Sin embargo, además de arrastrar desde antes una cierta fama de sectario, su participación en el caso Padilla, ese mismo año 71, lo sitúa sin vuelta de hoja en el bando de los intolerantes al servicio del castrismo. Su papel como ‘moderador’ en la tristemente célebre autocrítica de Heberto Padilla, aunque fuese meramente introductorio, no merece ningún perdón. Admitiendo que tanto Portuondo como Padilla se atuvieron al guion de la Seguridad del Estado, no es menos cierto que el poeta –lo mismo que su esposa— era la víctima y se hallaba sometido a una presión aplastante, mientras que JAP se prestó entusiastamente al trabajo sucio en un juicio político de corte estalinista. Eso, más que sus posiciones estéticas sustentadas en los postulados del marxismo, es sin duda su mayor mancha. Una mancha que no se quita con toda la simpatía de la que sabía hacer gala el hoy tan controvertido intelectual cubano.
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