De mi archivo / en torno a la “Carta de los diez”
El PAÍS, lunes 28 de octubre de 1991LOS DIFÍCILES CAMBIOS EN CUBA. El amor entre los intelectuales cubanos y la Revolución no duró casi nada y ahora vive las horas más bajas de un imparable divorcio. La ambivalente relación sentimental empezó a romperse en 1961, cuando la película P.M., de Sabá Cabrera Infante, le resultó intolerable al régimen. Diez años más tarde estalló el caso Heberto Padilla, y entonces intelectuales del exterior que habían seguido la estela sartriana, se desprendieron de la guerrera verde oliva. Ahora, en 1991, una película, Alicia en el pueblo de maravillas, de Daniel Díaz Torres, ha vuelto a poner a prueba al sistema, que no ha resistido su carácter corrosivo, como tampoco ha permitido el llamado manifiesto de los Diez.
EL DIVORCIO PERPETUO
La revolución y los intelectuales cubanos viven las horas más bajas de su matrimonio
Ni los intelectuales del interior ni nadie justifica ya en privado la represión de la creatividad basándose en la retórica que reclamaba Castro: “Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”. Sin embargo, y a pesar de que el lenguaje va reciclándose, la conducta privada y la palabra pública van muchas veces por caminos diferentes.
En mayo de este año, un grupo de diez intelectuales cubanos del interior –entre ellos Manuel Díaz Martínez, un hombre que trabajó en el cuerpo diplomático del régimen, un poeta muy respetado por todos y un académico de prestigio– firmaron un manifiesto –el manifiesto de los Diez– en el que reclamaban tímidamente una apertura democrática del régimen.
Los cubanos nunca vieron ese manifiesto, pero sí lo escucharon por la radio de Miami. Lo que sí vieron los cubanos publicado en Granma inmediatamente después fue un enorme pasquín de firmas de escritores contra los autores del manifiesto. ¿Fuente de las firmas? Los escritores afiliados a la Unión Nacional de escritores.
Muertos firmantes
Como los archivos no están actualizados, algunos de los firmantes del comunicado contrario al desviacionismo de los diez habían muerto ya; otros aseguran que vieron su firma sin dar su consentimiento, y alguno, extrañado de que no se le llamara, acudió presto a añadirse: nunca se sabe qué ha ocurrido para que no te soliciten una firma. En privado, sin embargo, daría la impresión de que nadie hubiera estampado su firma debajo de esa condena. Días después de haberla hecha explícita, la Unión de Escritore expulsaba de su seno a Manuel Díaz Martínez.
Como en 1971, como en 1961. Este ha sido un episodio más de un divorcio que mirado de cerca tiene el aire de haber sido consecuencia de una relación viscosa. Ninguno ha estado cómodo, parece, dentro de los ropajes de ese matrimonio. El Che, desde su propia óptica revolucionaria, lo vio desde muy pronto: “El pecado original de los intelectuales cubanos es que eran intelectuales pero no revolucionarios”. Castro purificó luego los términos y mandó a galeras a quienes osaran virar el sentido de la retórica revolucionaria.
En ese ambiente de sospecha, se ha desatado por igual la sumisión y la represión, han convivido intelectuales cubanos haciendo y deshaciendo su obra, sin abandonar, como nos dijo uno de ellos, “nuestros sitios de trabajo, porque esta es la isla que tenemos, y nos guste o no aquí está nuestra raíz”. Otros, que tuvieron la misma raíz, han sido despojados hasta del nombre, sin embargo. Guillermo Cabrera Infante, el autor de Tres tristes tigres y de La Habana para un infante difunto, exiliado desde 1965 e inglés ahora por voluntad propia, no figura en las estanterías, por supuesto, pero tampoco figura en el diccionario de autores cubanos. Esa clase de asesinato autoral ha sido muy común, aunque ahora otro de los postergados, Severo Sarduy, que tampoco figura en las estanterías ni en diccionarios ha recuperado la corporeidad cubana en un coloquio que organizó en torno a su obra –inexistente en Cuba, por otro lado– organizado por Casa de las Américas.
En un coloquio en que pusimos a dialogar a tres intelectuales cubanos del interior –Pablo Armando Fernández, novelista, autor de El vientre del pez, editado en España por Alfaguara, director de la revista Unión, de la Unión de Escritores; Lisandro Otero, novelista, autor de Bolero y El árbol de la vida, ex alto cargo de la cultura del régimen, ex diplomático, y Reynaldo González, director de la Cinemateca cubana, novelista, autor de La muerte con su paso leve (también de Alfaguara) y de Llorar es un placer –esos contrastes se pusieron sobre la mesa.
De los tres, uno solo se negó a firmar el manifiesto: Reynaldo González, que tampoco se alineó con la postura oficial en el caso Padilla. Pablo Armando explica que le pusieron la firma después de una vaga petición telefónica –él estaba en Madrid– y Lisandro Otero hace una narración más prolija para acentuar el sentido de su adscripción a aquel contramanifiesto.
¿Qué ha pasado para que hoy, aún, los ecos de esa difícil relación entre los intelectuales y la Revolución siga produciendo esta clase de monstruosidades? Lisandro Otero: “La Revolución fue un estallido de alegría, un momento en el que todo el mundo satisfizo sus viejas esperanzas. Los primeros diez años fueron eso, una gran realización personal de todo el mundo, de una nación. A partir del 68 esta idea de que el hombre lo puede todo más allá de las condiciones objetivas, del triunfo de la voluntad, de la mente del hombre sobre la materia, no tuvo éxito, y hubo un período de repliegue de las expectativas. Como refugio de aquel idealismo utópico se tendió a un modelo más convencional, de socialismo soviético: planificación, centralización, absolutismo del partido único. Hasta el año 76, en que se funda la Asamblea Nacional, se crea una nueva constitución, se crean nuevos imperios y empieza un nuevo diálogo. Desde entonces, hasta el 91 se ha comprobado que este modelo de socialismo es tan ineficaz en Cuba como en los países del Este, que requiere cambios y transformación”.
Campesinos estadistas
En el mismo coloquio Reynaldo González explica que “la idea de la revolución no ha sido el obstáculo, porque la revolución es loable en todo tiempo. El problema ha sido la forma: no hemos sido originales. Fuimos una revolución autónoma, con un ejército de campesinos, que pueden ser muy buenos guerrilleros pero no necesariamente buenos estadistas o gobernantes. Al aferrarnos a la llamada autenticidad caímos en los errores del absolutismo del partido único, que es un estorbo para el movimiento de las ideas. Se ha matado el diálogo y la lucha ideológica, puesto que se dispara de un solo lado y se produce un monólogo. Hemos mitificado nuestro triunfo y hemos exaltado una amenaza real, pero nos ha faltado realismo. Nuestra situación actual no es un callejón sin salida, porque esto no existe política ni históricamente: la historia juega con el tiempo”.
La relación histórica y difícil entre los intelectuales y la revolución, que ha jugado un papel importante en lo que Reynaldo González llama “la amenaza real”. Pablo Armando Fernández habla de los “inmensos obstáculos que ha tenido que afrontar Cuba para salir adelante tras la revolución”, y entre esos obstáculos figura el que él define así: al aliarse la burguesía huida con Estados Unidos y ser protegida por ellos, Norteamérica nos quitó el petróleo y fue la URSS quien lo proporcionó a Cuba, junto con la importación de su concepción del sistema socialista y de su forma de comercio. En relación con la cultura, los mejores años han sido de todos modos los últimos, tras la batalla de los sesenta entre realismo socialista y realismo mágico. Hemos tenido menos trabas, menos censura, pero en el 91 se ha empeorado: ha habido nuevos conflictos y además existe el problema material de la falta de papel y de los medios técnicos”.
Al principio los intelectuales cubanos, dice Lisandro Otero, volvieron como si fueran el poder. “De verdad. Pero se fueron institucionalizando las decisiones, y ahora existe un gran distanciamiento porque hay que consultarlo todo”. El diálogo se interrumpió, dice Reynaldo González: “Existen unas estructuras ineficaces en las que no cabe la espontaneidad, y sólo se celebran rituales que cierran el camino al pensamiento”. Pablo Armando Fernández echa de menos los canales: “Habría que crear un mecanismo para que la discusión interna fuera operativa y la prensa tiene que hacerse eco de estas cosas. Sería muy hermoso, pues nadie sabe qué pensamos”. De la realidad cubana lo que más les preocupa a estos intelectuales es el bienestar de la gente, la escasez que ahora ha vuelto a crear dos clases sociales, en la que los cubanos se llevan la peor parte y son los juristas los que de nuevo forman la legión de los privilegiados.
“Socialismo fascinante”
Pablo Armando Fernández ve así el porvenir de este drama: “El socialismo lo socializó todo menos la economía y todos los países se convirtieron en naciones que practicaron el capitalismo de estado. La idea del socialismo sigue siendo fascinante y se debe seguir intentando”. Lisandro Otero: “El socialismo no es más que un nombre. Lo importante es lo que está detrás, la preocupación del hombre por la justicia social. Los cubanos no viven tan mal. El pueblo cubano tiene garantizados unos mínimos de supervivencia social que no tienen la mayoría de los pueblos del Tercer Mundo. Son conquistas a las que no queremos renunciar”.
La solución para la actual situación de economía de supervivencia la define Reynaldo González cambiando el eslogan habitual de la revolución “socialismo o muerte” por el de “eficacia o muerte”. En privado, sin micrófonos, los intelectuales cubanos hacen más juegos de palabras con esos dos términos contradictorios que Castro repite en todos sus discursos. En público, sin embargo, la situación es distinta, y el término cambio aún no se dice en letras de molde.
LA ÚLTIMA CARTA
J.C. MadridUna carta de 10 intelectuales cubanos pidiendo cambios en el país fue en el pasado mes de mayo contestada con toda contundencia por el régimen, que desde el periódico Granma lanzó toda su artillería contra los firmantes, estigmatizándolos como traidores. Reynaldo González, que no firmó el manifiesto de repudio contra sus colegas, confiesa que aquella respuesta les dio vergüenza. Pablo Armando Fernández, que la firmó aunque no estaba en Cuba y que según parece tampoco recibió excesiva información acerca del contenido de la réplica, dice que la carta de los 10 “estaba mal enfocada”, pero la réplica posterior, así como la expulsión de Manuel Díaz Martínez de la Unión de Escritores por haberla firmado “constituye una gran estupidez, que atenta contra todos los escritores cubanos. No es la primera vez que sucede, pues en 1971 Reynaldo González y yo también fuimos expulsados de la Unión de Escritores [por su apoyo a Heberto Padilla]. En 1991 es aún un atentado peor recurrir a estos métodos”.
Lisandro Otero firmó “porque vi que había un intento de manipulación de mi persona. No quise parecer contrarrevolucionario o disidente, porque soy revolucionario”. “Mi situación es otra”, dice Reynaldo González. “No firmé la primera carta porque no expresaba mis ideas ni encontré una formulación política válida. Y no firmé la que condenaba a los disidentes, porque no firmo documentos que van a ser instrumentalizados, porque he sufrido el silencio y el desprecio”.
La última tormenta que ha ensombrecido la relación entre los intelectuales y la revolución ha sido la desaparición de las carteleras de la película Alicia en el país de las maravillas. Lisandro Otero la vio antes que los policías de la revolución la hicieran desaparecer. “La aparición de esta película corresponde a una nueva necesidad de abrir un espacio crítico a la sociedad cubana. Creo que no le corresponde al intelectual ser la conciencia crítica, puesto que creo que en las primeras décadas formaba parte del proceso revolucionario. Al intelectual hay que devolverle su papel crítico. La película es una alegoría de la sociedad cubana y sus fracasos. Lo que ha sucedido es un síntoma de intolerancia”.
Reynaldo González y Pablo Armando Fernández creen que la última censura “ha hecho mucho daño y no ha beneficiado a nadie”. Para Reynaldo “es una película honesta, con cuya prohibición nadie ha ganado nada: ni el Gobierno ni el arte”. “El celo aparte de innecesario es excesivo”, dice Pablo Armando Fernández.
LA RUPTURA SEGÚN PADILLA
Juan Cruz, MadridLos intelectuales cubanos quieren ser ahora como todo el mundo y reciclan su lenguaje para que la distancia que los separa de la retórica de la Revolución sea neta. No lo tienen fácil. Rupturas como ésta que ahora se advierte han jalonado la historia cubana de estos últimos 30 años. Heberto Padilla, poeta y novelista –Fuera del juego, En mi jardín pastan los héroes, La mala memoria– vivió la más sonada: la de 1971, cuando la revolución le obligó a retractarse de su propia disidencia y le confinó luego a diez años de vida furtiva y anónima, hasta que la presión internacional le hizo otra vez persona, aunque non grata, le devolvió el cuerpo y le mandó al exilio.
El de Heberto Padilla fue un proceso lento. Lo cuenta ahora desde Princeton, Estados Unidos, en cuya universidad da clases.
“En 1962 fui a la Unión Soviética. Jruschov quería acabar con el estalinismo. Lo vimos todos. Cuba no quiso tomar la experiencia sino que acentuó el carácter monolítico de la Revolución. Mi primer encuentro con la realidad fue duro: escribí una serie de artículos sobre aquel viaje y los envié al periódico Revolución, de Carlos Franqui. Algunos se publicaron y otros no: incluso la agencia TASS los censuró: me dijeron luego “cómo va un país tan joven como Cuba a divulgar lo que le pasa a Solzhenitsin, cómo va a saber lo que dice Yevtushenko”.
“Cuando volví a Cuba me di cuenta de que el golpe con el que Bréznev acabó con el experimento de Jruschov se estaba reproduciendo en mi país, y ese proceso concluyó, por ejemplo, en la expulsión de Guillermo Cabrera Infante. Fueron etapas decisivas para esa historia de la ruptura entre la Revolución y los intelectuales. Yo quise hacer un debate, y entre otros me apoyó Manuel Díaz Martínez, que tuvo en ese período una posición muy decente. Pero todo aquel proceso condujo al juicio, a la cárcel, y ahí se terminó mi vida durante nueve años de inxilio infamante. Una vida patética: no podía ver a nadie. El peor de todos los inxilios”.
¿Cuál es el porvenir de ese deseo de los intelectuales cubanos de hoy de reciclar su lenguaje y convertirse en lo que Lisandro Otero ha llamado la “conciencia crítica” de la sociedad cubana? Heberto Padilla tiene pocas dudas: “El porvenir es el mismo que el de la Revolución cubana. El sistema no funciona en lo práctico y mientras no actúen del modo que la Revolución quiera se mantendrán en el ostracismo y cualquier cosa que digan será interpretada como el cumplimiento de la consigna del enemigo”.
[Fin del reportaje]
Manuel Díaz Martínez (Santa Clara, Cuba, 1936). Poeta y periodista. Fue diplomático en Bulgaria, investigador del Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba, redactor-jefe del suplemento cultural Hoy Domingo (del diario habanero Noticias de Hoy) y de La Gaceta de Cuba (de la Unión de Escritores y Artistas de su país natal). Fue director de la revista Encuentro de la Cultura Cubana y pertenece al consejo editorial de la Revista Hispano Cubana, editada en Madrid. Ha publicado catorce libros de poemas, el último de los cuales es Paso a nivel (Madrid, Editorial Verbum, 2005). En su antología Un caracol en su camino (Cádiz, Editorial Aduana Vieja, 2005) recoge gran parte de su obra poética. Una selección de sus poemas fue publicada en 2001, en edición bilingüe (traducción de Giuseppe Bellini), por la editorial Bulzoni, de Roma. En 2002, publicó su libro de memorias Sólo un leve rasguño en la solapa (Logroño, AMG Editor). Es autor de dos ediciones comentadas de las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer (La Habana, Arte y Literatura, 1982; Madrid, Akal, 1993) y de una edición (Verbum, 1996) de las cartas que Severo Sarduy le enviara a La Habana. En 2008 publica su libro de ensayos y artículos Oficio de opinar (Valencia, Editorial Aduana Vieja). Poemas suyos aparecen en numerosas antologías publicadas en diversos países y han sido traducidos a más de una decena de idiomas. En 1967, su libro Vivir es eso obtuvo el Premio de Poesía “Julián del Casal”, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, concedido por un jurado que integraron Nicolás Guillén, Eliseo Diego, Gabriel Celaya, José Ángel Valente y Enrique Lihn. En 1994 ganó el Premio “Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria” con su libro Memorias para el invierno. Es autor de la antología Poemas Cubanos del Siglo XX (Madrid, Hiperión, 2002). Es miembro correspondiente de la Real Academia Española. En 2006, el Centro Cultural Cubano de Nueva York le otorgó la medalla “La Avellaneda”, en reconocimiento a su aporte a la cultura cubana. Posee la ciudadanía española y desde 1992 reside en Las Palmas de Gran Canaria.
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