Wednesday, March 17, 2010
Marzo 16 de 1980: Una nueva vida
Belkis Cuza Malé
En marzo 8 de 1980, Heberto --todavía en Cuba--, me llamó a New Jersey para decirme que había sido citado a las oficinas de Fidel Castro y éste lo había autorizado a abandonar el país. Al día siguiente, recibí una llamada de Jan Kalinski, asistente del Senador Edward Kennedy, para darme la noticia de la salida de Heberto, gestionada por el Senador. Una hora más tarde volvió a sonar el teléfono y era Gabriel García Márquez quien, tras casi seis meses de silencio, volvía ahora para darme la noticia. No quise ser descortés y preferí que pensara que sí, que era el primero en comunicarme la decisión de Fidel Castro.
Faltaba un mes para que se cumpliera el año de mi llegada a Estados Unidos, de la mano de Ernesto --entonces de 6 años--, con la misión de mover cielo y tierra a fin de lograr la salida de Heberto. Cabría decir liberación, pues después de nuestra detención en marzo 20 de 1971 permanecía en una especie de arresto domiciliario. Y aunque a mí se me había mantenido hipotéticamente en la redacción de La Gaceta de Cuba, no podía ni tener acceso a las pruebas de galera del magazine, ni publicar nada. Me limitaba a llegar a las dos de la tarde, firmar el libro de entrada y sentarme en aquella mesa redonda de la redacción. Pero en vez de contemplar las telarañas del techo, me dispuse a estudiar botánica, en un libro que había pertenecido a la biblioteca de Gelats (antiguo dueño de la mansión). El libro había pasado a engrosar los volúmenes de la biblioteca de la UNEAC, que celosamente dirigía el crítico y antiguo editor de Origenes y Ciclón, José Rodríguez Feo. Cuando ya aprendí todo lo que me interesaba sobre botánica, me dediqué a la costura, ante los ojos asombrados de mis compañeros de redacción. Me convertí en una especie de Penélope, confeccionando aquella sobrecama de parches en forma de rosas, que de algún modo me relajaba los nervios. Luego, como vi que el jardín de Gelats estaba perdiendo brillo y no aparecía un empleado que se ocupase, me ofrecí para crear uno pequeño a un costado de la mansión. La casa de al lado, una edificación de estilo clásico, de alto puntal y mampostería, había sido reparada y convertida en lo que luego se conoció como *la casa de los plásticos*, con taller de grabado y almacén de materiales de pintura, al frente del cual estaba el inolvidable Raúl. Hombre bueno y afable, había trabajado gran parte de su vida como doméstico en la casa de los millonarios Fallas, a media cuadra de allí.
Con el paso de los días mi jardín fue tomando forma, y llegué a sentirme casi feliz realizando una labor de jardinería que levantaba a mi alrededor murmullos de aprobación. No era raro verme incluso rodeada de escritores extranjeros que visitaban la UNEAC. De seguro no podían sospechar que aquella muchacha estaba condenada a la no existencia, como había sucedido en China con otra escritora vetada y enviada a trabajar a la cafetería de la sociedad de escritores. Esa historia me sugirió el título de mi libro Diario de una escritora con jardín (aún inédito), que recoge nuestras actividades en la provincia de Matanzas en 1970. A Heberto y a mí nos habían enviado, junto con otros, a la zona de Limonar, con el fin de participar como escritores en la zafra de los diez millones. El central, de Reinaldo Arenas, fue escrito también en esa etapa, como testimonio de aquel absurdo maratón.
Pero ahora, apenas con el anuncio de la primavera en New Jersey, mi cuerpo estaba dando señales de agotamiento físico y mental y mis defensas disminuyendo. Creo que estuve a punto de una neumonía o algo así, pero me resistía a sentirme enferma. En Miami estaban mis padres, que aunque pobres, nos habían protegído a Ernesto y a mí, y dado refugio y apoyo en aquella casita del Northwest de la ciudad que los vio llegar si un centavo en julio de 1966.
Con la amenaza -- por parte de los diplomáticos cubanos en Washington-- de que debería abandonar Miami si quería que Heberto fuera autorizado a viajar, nos marchamos Ernesto y yo en aquel ómnibus de la Greyhound. El viaje entre Miami y la ciudad de New York duraba 31 horas, pues a cada seis entraba a insospechados pueblos, para cambiar de chofer. No sólo dejaba atrás a mis padres y su protección, sino mi trabajo como redactora de la revista Fascinación, que dirigía Mercedes Cortázar. Nunca he podido saber por qué motivos aquella empresa me exigió que me sometiera a un detector de mentiras como requisito para obtener el puesto. Supongo que formaba parte de la paranoia que se vivía allí, donde la vigilancia interna ponía en duda hasta la privacidad de los baños.
Pero yo necesitaba un salario y aquel sitio, mal que bien, me lo proporcionaba, al igual que la posibilidad de escribir aunque fuese un periodismo de salón de belleza.
En la estación del Port Authority de New York nos estaban esperando mi amiga de infancia y vecina, Elkes Arjona, Elga, su hermana y una amiga que manejó hasta la ciudad, pues ellas no se atrevían. A casa de la familia Arjona fuimos a vivir Ernesto y yo. Elkes, Elga y Borjita, la madre, formaban el pequeño núcleo familiar. Las tres estaban íntimamente ligadas a mí, como sucede en Cuba con nuestros vecinos de toda la vida. Eran parte de esa familia mayor que son las amistades íntimas, además de vernos a diario, los domingos solíamos ir al cine, a la tanda del mediodía, único sitio al que mi padre me permitía salir con mis amigas. Al cabo de esas dos horas tenía que regresar a casa, pues ni pensar en contradecir su rígida disciplina.
Siempre recordaré aquella maravillosa mañana de noviembre a primera hora, en que Borjita nos despertó para que viésemos por primera vez la nieve. !Qué espectáculo de tarjeta postal!
Durante los meses que viví en su casa, me las arreglé para conseguir un trabajo como administradora en una tienda de ropas de la calle Elizabeth Avenue. El dueño era un cubano que vivía en Union City y cada semana venía a recoger el dinero que se hiciese, que a veces no era suficiente ni para cubrir los gastos. Nadie sospechaba que siendo yo cubana estuviera prácticamente indocumentada. Había entrado a Estados Unidos con visa de turista por seis meses, y hacía rato que mi estatus había cambiado. Me encontraba sin opciones, pues no podía pedir asilo político, porque hubiera echado por tierra todos mis esfuerzos para sacar a Heberto de Cuba, y la represión contra él y mi hija serían mayor. Porque en La Habana se había quedado María Josefina, entonces de 13 años, a quien su padre (mi primer esposo) no autorizaba a reunirse conmigo. Ya saben el chantaje de la patria postestad compartida, que sólo sirve para ejercer presión sobre los que intenten abandonar el país.
Cada día, Nélida Sánchez, una cubana que vivía cerca, y que pronto se convertiría en la madrina de Ernesto, lo recogía en su automovil para llevarlo a la escuela. Porque era imposible para él hacer el recorrido a pie, con tanto frío y a veces nieve. Pero yo no tenía más remedio, a pesar de la lluvia o la nieve, que caminar a diario hasta la tienda de Elizabeth Avenue, y luego en la tarde, Elga y Elkes me recogían a la salida del trabajo.
Miro ahora al pasado y contemplo con estupor mi vida de entonces, llena de febril actividad, a pesar de los obstáculos. No sólo no tenía dinero, sino que mi conocimiento del inglés era rudimentario y aún sin poder escribirlo y hablarlo con corrección, nada me impidió ponerme en contacto con algunas personalidades de este país, como el propio Robert Silvers, director de The New York Review of Books, el más prestigioso magazine literario de entonces, donde Heberto mismo había publicado algunos poemas estando todavía en La Habana. Tanto Robert (Bob) Silvers como Susan Sontag habían visitado Cuba poco antes del proscripto Premio Julían del Casal otorgado a Heberto en 1968. Recuerdo que nos reunimos con ellos en el Hotel Nacional, en animada charla. De ese primer contacto surgiría años más tarde la solidaridad con Heberto, tanto de Silvers, como de Susan Sontag. Y gracias a ellos, y a otros amigos intelectuales, fueron posible las gestiones con el Senador Kennedy, y las del propio Bernard Malamud, entonces Presidente del Pen Club Internacional y quien le escribió directamente a Fidel Castro.
Mientras, en el tenebroso fondo, se movían las figuras de los funcionarios de la Misión de Cuba ante las Naciones Unidas. Y en especial la de Jesús Arboleya, un personaje que entonces era una especie de agregado cultural de Cuba, cosa que legalmente no era posible, al no existir relaciones diplomáticas entre ambos países. De todas formas, a pesar de ser diplomático ante las Naciones Unidas, Estados Unidos no le permitía traspasar el perímetro territorial establecido por el Departamento de Estado.
A Arboleya lo había conocido en ese primer viaje que hicimos Martha Padilla (la hermana de Heberto) y yo a la ciudad de New York, para entrevistarnos con él, según me pidió en llamada teléfonica a la casa de mis padres. El gobierno cubano quería conversar conmigo sobre *mis planes*, y yo no perdí tiempo en complacerlos.
A la entrada del edificio de la Misión cubana, nos encontramos un espectáculo único: la policía neoyorquina custodiaba el sitio, y el frente estaba acordonado con una cinta amarilla en señal de peligro. Todavía se veían cristales rotos y otras averías, pues un día antes había explotado allí una bomba casera, obra, decían, de la organización anticastrista Omega 7.
Como la situación en la Misión era caótica, en cuanto Arboleya bajó a recibirnos, nos ofreció cruzar la calle y conversar en un pequeño restaurante italiano que había al frente. Durante la conversación llegamos al punto crucial cuando le oí la propuesta que el gobierno cubano me hacía: que yo regresara a Cuba y de este modo volveríamos todos juntos. Es decir, Heberto, mis hijos y yo.
No sé cómo, pero me oí contestándole con una especie de evidente alegría, pues por primera vez estaba ejerciendo mi libertad de expresión frente a un individuo que representaba al régimen represivo de mi país. "Mire, puede usted decirle al gobierno cubano que yo no regreso a Cuba. Que aquí me quedaré esperando por Heberto*. Funcionario al fin y al cabo, instruido en la obediciencia, no me contradijo, sino que se ofreció a llevarnos de vuelta a Elizabeth, a la casa de las Arjona, donde también nos alojamos durante esos días. Fue realmente un riesgo, lo confieso, pues hubiéramos podido ser secuestradas. Al menos yo, cuyo estatus legal de entonces les permitía cualquier cosa. Pero Martha, que residía en Miami desde antes de 1959, era ciudadana americana.
Ese contacto sistemático, que continuó por teléfono cuando ya habíamos regresado a Miami, y que no dejó de existir hasta la salida de Heberto, me permitió conocer ciertas actitudes de otros cubanos residentes en este país y que ejercían como profesores en cátedras universitarias. O eran simples escritores y artistas.
Con la falsa promesa de que me ayudaría a encontrar una plaza como profesora asistente en un departamento de español de alguna universidad, Arboleya me entregó entonces una lista de 87 profesores y escritores cubanos del exilio que según él mantenían contacto regular con su oficina. Es decir, con él, un alto funcionario de la inteligencia cubana. Y recuerdo muy en especial su recomendación de que no dejara de llamar a uno de ellos, que vivía en Connecticut, porque luego este individuo se quejaba de estar siendo marginado.
A la par de esta conexión oficial con el gobierno de Cuba, yo arañaba cielo y tierra para encontrar a los personajes adecuados que pudiesen tocar con éxito a la puerta de Fidel Castro y solicitarle la merced de dejar salir del país al poeta Heberto Padilla. Sin embargo, aunque sostuve varias conversaciones telefónicas con el escritor Gabriel García Márquez --a veces de más de una hora--, no dejaba de sorprenderme cuando le oía expresarse como un comunista de partido, atacando a Estados Unidos. Pero mis esperanzas estaban puestas en el Senador Kennedy y su gestión directa con Fidel Castro. Nada de esto lo sabía Arboleya quien cada vez que me llamaba (ya no lo vi más en persona) era para mentirme y darme falsas esperanzas.
García Márquez me había dicho, en un tono que intentaba ser convincente, que si yo le enviaba un telegrama a Fidel Castro, señalando que él me lo había pedido, no pasaría ni un mes en que se produjese la salida a Heberto. Entre las indiscreciones cometidas por el Premio Nobel estaba la de comentarme que él había hablado mucho con los altos jefes de la Seguridad Cubana intentando persuadirlos de la conveniencia de dejar ir a Heberto. Y aclaraba que había algunos en la Seguridad que se oponían.
Pero pasaron los meses y Heberto seguía en La Habana. Hasta ese inolvidable mes de marzo. Siempre marzo. La llamada de García Márquez a la casa de las Arjona no dejaba dudas de que ahora el viaje de Heberto era inminente, sólo que no sería directamente a Estados Unidos, sino a Madrid. Yo, por supuesto, no estaba en condiciones de irme a Madrid, y por eso le expliqué por teléfono que mi estancia en New Jersey era precisamente debido a que el gobierno cubano me había exigido que saliera de Miami para que la llegada de Heberto se produjese. De modo que le insistí en que hablara esto con las autoridades de la Isla. García Márquez me volvió a llamar en un par de horas para informarme que Heberto saldría hacia Canada, cosa que también me inquietó. ¿Cómo iba yo a trasladarme a Canada, sin recursos y con un niño pequeño?
Al asistente del Senador Kennedy le expuse mi preocupación y me afirmó que Heberto sólo estaría de paso y que él lo iba a ir a recoger al aeropuerto de Montreal y le llevaría un abrigo.
A New York llegaron los hijos de Heberto, y Martha, la hermana, con su hija Marthica. Nos alojamos todos en un hotel cerca del aeropuerto La Guardia, donde por orden del Senador Kennedy teníamos reservadas habitaciones para una estancia de tres días, y estaba planeada una comparecencia pública de Kennedy, dándole la bienvenida al poeta. En esos días Kennedy aspiraba a la Presidencia y se encontraba en plena campaña electoral.
Creo que más que el tiempo transcurrido, las tensiones para lograr la salida de Heberto, y el sufrimiento por todo lo que rodeaba entonces nuestras vidas contribuyo a que en su momento yo borrase de mi mente muchos detalles desagradables. En medio de la alegría del momento, yo estaba muy triste. Sabía que sólo había conseguido una victoria parcial, pues mi hija permanecería de rehén en la isla (y sí, no me equivoqué, estuvo diesiocho años, hasta que pudo abandonar Cuba en 1997).
Por ejemplo, intento recordar ese primer momento en que volví a ver a Heberto tras su llegada de Montreal, y no puedo. Sólo lo recuerdo horas después, ya cambiado de ropa, con un traje negro muy elegante que le había traido su hija Giselle. Y recuerdo también cierto pequeño alboroto cuando se presentaron en nuestra habitación los agentes del FBI que acompañaban a Kennedy. LLegaron primero e inspeccionaron a vuelo de pájaro la estancia y a los pocos minutos se apareció el Senador, quien tras saludar efusivamente a Heberto, nos invitó a que lo acompañásemos al salón donde iba a producirse su encuentro con la prensa.
Yo estaba desde hace días sintiéndome mal, muy acatarrada, y sin fuerzas. Lo peor era que en medio de mi batalla por lograr la salida de Heberto, no me había preparado para ese momento, y como no disponía de mucho dinero (pues todo se iba en pagar llamadas a Cuba y a otros sitios) no tenía ninguna ropa presentable. Sólo aquel abrigo negro largo de nylon enguatado, con el que había estrenado una visita a la ciudad de New York, invitada por los escritores Helen y José Yglesias. Ahora, con el comienzo de la primavera, necesitaba ropa adecuada. Nélida, que además de llevar y recoger a Ernesto de la escuela, se había convertido en mi amiga, resolvió el problema. Le pidió prestado un abrigo de temporada y un vestivo, a una amiga suya urugüaya. El vestido era lindo, y el abrigo también, pero ninguna de las dos prendas eran lo suficientemente fuertes para la nevada que inesperadamente cayó el 16 de marzo de 1980, día de la llegada de Heberto. El viento helado terminó por empeorarme, y durante ese tiempo que estuvimos en el hotel no pude levantarme de la cama.
Con los ojos achurrados y tiritando, bajé al salón donde el Senador Kennedy le daba la bienvenida a Heberto. Todavía me parecía mentira. De ese día son las fotos con Kennedy, en el hotel. Al día siguiente el The New York Times publicaría una extensa crónica sobre Heberto Padilla y su salida de Cuba tras gestiones directas del Senador Kennedy con Fidel Castro.
Comenzaba una nueva vida para nosotros. Pero llena también de nuevas luchas y confrontaciones con los que no querían aceptar, incluso aquí en Estados Unidos, a este poeta que les había aguado la fiesta. Cuba era una tiranía espantosa que terminaba por devorar a sus propios hijos. Pero como el título del famoso documental, nadie escuchaba.
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Nota: gracias a Reinaldo García Ramos por el recorte del The New York Times.
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