SIN LIBERTAD NO HAY UNEAC, NI PAIS
Belkis y Heberto Padilla en 1969, junto a la higuera de la UNEAC. He escogido a propósito esta foto con muchas sombras, porque refleja mejor que ninguna otra la energía de los acontecimientos futuros, que entonces éramos incapacez de prever.
Ahora que se está celebrando el Séptimo Congreso de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba), me gustaría enviarle un mensaje a mis ex compañeros de la Unión, a aquéllos que formaron parte de mi entorno durante diez años en la redacción de La Gaceta de Cuba, unos como amigos muy queridos y cercanos, otros como simples compañeros de trabajo. Quisiera que este Congreso sirviera para recordar y homenajear a las víctimas, a los fusilados, a los condenados de por vida a celdas infrahumanas, y a los que fueron privados de su derecho a opinar y a diferir del sistema y de su Máximo Líder. Sé que pido demasiado, pero no se pueden intentar cambios cuando la mayorìa de los setenta y cinco periodistas independientes y disidentes de la Primavera Negra de 2003 permanece todavía cumpliendo largas y crueles condenas. O hay libertad para todos, o no hay UNEAC. Pidan libertad y pan para el pueblo y todo lo demás caerá por su propio peso.
Como un ¨saludo¨a ese Congreso de la UNEAC, les pongo aquí algunos capítulos de mi libro en preparación
La buena memoria. Ojalá que los cambios en Cuba estuvieran en manos de un congreso de escritores y artistas. Al menos, me quedaría el consuelo de saber que han servido para algo más que para aplaudir la locura de Fidel Castro.
En 1969 la UNEAC le renovó el carnet de Miembro a Heberto Padilla. Sería la última vez, no lo volvieron a hacer en 1976.
¿Unión de Escritores?
Febrero y 1972
La calle H está empedrada desde Línea, vieja calle del Vedado que transito diariamente camino a la Unión --(UNEAC) Unión de Escritores y Artistas de Cuba). Calle con cuesta, donde florecen jardincitos tibios, a "lo cocinera", que se me hace más agradable si imagino que por aquí transitaban hace muchíismo años, más de medio siglo quizás, los carruajes tirados por caballos y más tarde los recien estrenados automóviles, que sin duda marcaban su paso a un ritmo distinto.
Porque el barrio de el Vedado no es demasido viejo. Lo he visto crecer desde las páginas de la revista Social, que reviso por las tardes en la biblioteca de la UNEAC. Aquí y allá fueron surgiendo las mansiones blancas de grandes jardines enrejados, y La Habana se ensanchó mientras aparecían como moscas "los palacetes italianos", de mármoles de Carrara y piedra de cantería. El color del vedado es el blanco, salpicado de rosas y enredaderas; lo veo alzarse sobre sus cimientos y pienso en lo hermoso que fue hace treinta años.
"Villa Cristina" se alza en la esquina de 17 y H, y apenas si se percatan los transeuntes de esas letras de hierro forjado que coronan la cancela principal, ahora siempre abierta. Cuando atravieso el jardín, con sus rosales a cada lado de la senda, y subo las pocas escaleras del frente, no acierto a imaginar cómo era esta mansión en su mejor época, cuando el señor Gelats la habitaba con su familia. Rondando va y viene Tomasita, la perra. Anda por toda la mansión con su aire de animal huérfano que ha encontrado un hogar. Con los años se ha puesto gorda, pero sin perder agilidad ni interés por lo que le rodea. Es parte ya de esta casa --quizás, su morador más importante--, y en las noches, compañera inseparable de esos dos italianos --de Sicilia, creo--, que trabajan de serenos, sobre todo de Stabile, a quien siempre adivino en trajines de "mercado negro", trayendo frutas y embutidos.
Sobrecogen las clásicas paredes de Villa Cristina, su monumentalidad, los cristales tallados de las puertas, la enorme escalera de mármol, como una sierpe que se desperezara. El vestíbulo principal es un semicírculo que da acceso a otras estancias amplias que se comunican entre sí con enormes puertas de corredera. Han cambiado mucho estas habitaciones: primero fueron salón de recibo, luego de conferencias, y ahora, la biblioteca.
Allí está Yvonne, con su cabellera rubia y su inocencia de muchacha que no crecerá nunca, y luego la otra Belkis, trigueña y joven, con aire más sofisticado.
"El dentista me ha dicho que aprieto demasiado los dientes cuando duermo --me cuenta--, y que estoy tensa, muy tensa".
Este sitio parecería poner tenso a cualquiera. Hay algo de pesadez mortuoria en cada uno de sus recovecos. el pequeño elevador es como un sarcófago vertical, por el que sólo sube ahora el poeta Nicolás Guillén, presidente de la UNEAC, aunque a veces algunos confiados visitantes se animan a tomarlo.
El despacho de Guillén preside los altos, con sus puertas pintadas de blanco, y él siempre detrás de su escritorio. Allí parece sentirse como en su casa, y a ratos suele visitarnos en el despacho de La Gaceta de Cuba; sonriente, con el ánimo de mostrarnos con orgullo infantil, alguna cosa sin importancia, pero que para él parece tenerla mucho: un reloj nuevo con manecillas magnéticas, que le ha regalado alguien; un libro suyo recien traducido al creota; un juguete o un artículo simpático que le acaban de enviar desde algún lejano sitio del mundo. Es un viejo afable, con su cabellera amarillenta, sobre lo largo, y el rostro ancho y mulato, con piel muy tersa, sin arrugas. Tiene la fortaleza de un tronco de árbol, y parecería no sufrir más que con las críticas acerbas de sus enemigos, de los que mucho se cuida. En el fondo es demasido vanidoso y sensible a todo lo que digan, lo bueno o lo malo. Su condición de mestizo lo ha perseguido siempre, porque algunos con mucho poder se ensañan con bromas racistas, y él lo sabe.
Quizás sin proponérselo se ha ido rodeando de negros y mulatos. Por eso la Unión de escritores tiene un alto porcentaje de ellos, como si sólo confiara en los de su raza para distinguirlos con su amistad y simpatía personales. Cuando regresa de sus viajes al extranjero trae regalos para los más cercanos y fieles: Esther, Bienvenido, Sonia...
Pero la nueva adquisión es Cuellar, viejo periodista de la revista Bohemia, recientemente incorporado a la redacción de La Gaceta de Cuba. Autor de un único libro de cuentos, que arrastra consigo a todas partes, es un experto en religiones afrocubanas. A Nicolás lo llama "El Animal", expresión de cariño que no sólo utiliza con él en privado; tampoco se oculta para hablar de los "trabajos" de brujería que siempre le recomienda a su viejo amigo en momentos difíciles. A pesar de ser un entendido en la materia, una tarde se sorprendió cuando le recomendé que tomara té de yagruma para su asma. Se maravillaba de mi comentario, pues nunca me había hablado de su padecimiento, ni mucho menos sabía yo que a esa planta se le atribuían dichas propiedades curativas.
De ahí partió nuestra amistad, que se basa en una mutua simpatía, sobre todo desde aquella vez en que mirándome con cara muy seria me dijo: "Belkis, tú te pareces mucho a Pola Negri". No pude menos que reirme de su ocurrencia y preguntarle dónde estaba entonces mi Rodolfo Valentino.
Cuellar es uno de esos seres difíciles de rechazar, porque además anda con un maletín negro lleno de dulces y caramelos para repartir. Vive en la Habana del Este y cría a un nieto que recientemente ha quedado huérfano, al morir su única hija. Su terror, me confía, es morirse antes de que elmuchacho se haga hombre y quede abandonado. Se lo pide a Dios todos los días, me dice, quiere vivir un poco más, pero tiene el corazón débil...
Foto y firma de Heberto Padilla en la parte posterior del último carnet de la UNEAC.
Junto al despacho de Nicolás están ahora las oficinas de La Gaceta, seis escritorios amplios y al centro una mesa redonda de caoba para celebrar las pocas reuniones de trabajo. Aquí todo es monotonía, y cada cual anda a su aire, sabiendo de antemano el papel que le ha tocado interpretar. Somos demasiado para un tabloide de apenas 24 páginas, que supuestamente debe aparecer mensualmente, pero que por problemas de la imprenta se publica cuando se puede.
Ocho personas, pero por lo menos ahora hay cuatro que no pueden realizar trabajo alguno. Entre ellas estoy yo. Nuestra obligación consiste, única y exclusivamente, en firmar el libro de entrada a las dos de la tarde y permancer sentados allí, al alcance de la vista, hasta que se vayan disolviendo todos en el atardecer. Nunca pregunto nada porque no me corresponde hacerlo. Hace mucho que se mantiene esta situación, que nos han prohibido participar del trabajo de la redacción; un castigo impuesto a raíz de nuestra "autocrítica", en aquella memorable noche del 27 de abril de 1971. Por eso nos hemos ido convirtiendo en un símbolo, al estilo de las estatuas de sal. Han dicho: "No podrán tocar las pruebas de plana, ni las galeras de La Gaceta". Lo ha dicho Luis Marré, el director, con esa turbación tan suya que lo caracteriza en todo momento, pero especialmente cuando tiene que poner las cosas "en orden" y parece no estar de acuerdo con el método. Entonces se enrosca en sí mismo, ladea la cabeza, se pone tartamudo y suelta a toda prisa su perorata tratando de lograr el estilo más natural del mundo, remedando el lenguaje de los campesinos, a cuya clase dice pertenecer con orgullo casi malsano.
De modo que el tiempo se hace infinito entre estas paredes. El pequeño despacho de Marré, como Jefe de Redacción, no tiene puerta, un simple closet, pero si alguien es llamado allí intuimos la gravedad del asunto, porque es un sitio que parece tragarse las palabras. Marré apenas disfruta de su "privacidad", pues anda toda la tarde dando vueltas por el edificio. Una vez al mes, cuando se siente realmente apremiado con el cierre de La Gaceta, se lo lee todo de una sentada.
Para que no me abrume el tiempo ni esta extrañeza de "ser sin estar", he traido labor de costura y me mantengo absorta, ignorante de todo lo que sucede a mi alrededor. Estoy confeccionando una sobrecama de retacitos, incrustándole flores que hago también enrrollando y rizando trocitos de tela. Me está quedando linda, y ya comienzan los demás a interesarse en lo que hago. Coso en presencia de la redacción completa, sentada cómodamente frente a la gran mesa. No sé si mi presencia de alucinada perturba a alguien, pero hasta ahora no me lo han prohibido. Mi colcha va creciendo con los días, soy ahora una especie de Penélope tropical, sin saber qué espero.
El horario, hasta ahora vacío, se ha ido llenando de contenido. Procuro llegar media hora antes de lo señalado y así leo las revistas extranjeras del mundo Occidental que tiene la biblioteca . Están sólo alcance de los miembros de la UNEAC, que son también los únicos autorizados a entrar en la casona de 17 y H. LLegan las suficientes para estar al día sobre lo que ocurre en Estados Unidos, Francia, Inglaterra y España, por citar sólo estos países. Revistas de todo tipo, de las que tomo nota y luego doy a Heberto cuando regreso a casa. De este modo nos mantenemos informados, pero el resto de los miembros de la UNEAC, salvo contadas excepciones, no parece muy interesado en estos magazines que mensualmente arriban en inglés, francés y español. Son muy pocos los que suelen frecuentar la biblioteca, pero yo vivo de ellas, me las devoro, y por las noches sueño que el mundo es como lo pintan las más hermosas páginas de arte o arquitectura, y que --además--, las editoriales extranjeras están ansiosas por publicar toda la literatura que escribamos. El mundo fuera de esta isla debe ser otra cosa, me digo, llena de ilusión.
A ratos comienzo a interesarme por otras materias, libros que pertenecieron a la biblioteca de Gelats, y que duermen un sueño eterno aquí esperando por alguien que los lea. Descubro uno maravilloso de botánica, que despierta en mí una súbita vocación por la naturaleza: quiero conocer los nombres de los árboles, arbustos y flores que me rodean. Aplico mis conocmientos en la medida que estudio, y en el propio jardín de la UNEAC trato de descubrir todo lo que leo en ese libro. !Qué fiesta del espíritu!
Para consolarme, me digo que no la paso tan mal, pues ahora comparto mi tiempo entre la biblioteca, la costura de mi colcha de retacitos y la botánica tropical. Todo eso parece estarme permitido, menos ser una escritora.
Al atardecer regreso a casa. Hago el camino de vuelta bajando hasta la calle Línea, impaciente por contarle a Heberto --prisionero en casa-- lo que he leido en la biblioteca o los incidentes del día en la mansión de los escritores. Así pasan los meses.
Asamblea de efectos eléctricos
Miguel Barnet y Belkis visitando en 1973 una casa del Cerro en la que vivió el poeta Rubén Martínez Villena. Foto de Ricardo Barrero.
Mayo, 1971
Sí, asamblea de efectos eléctricos. Hacía dos meses que me habían otorgado el bono que me daría derecho a comprar una olla de presión. Como tengo una hija pequeña obtuve más puntos que Sonia, la Secretaria General del Sindicato, o Celina, la Jefa de Personal. Pero hace dos meses las cosas eran distintas. No había sucedido aún lo que sucedió con Heberto y conmigo y no habíamos ido a parar a la Seguridad del Estado y, aunque marginados siempre, la vida era otra.
Veo a Bienvenido Suárez, el Administrador de la UNEAC dando lectura a las decisiones de la comisión y oigo cuando pide que levanten la mano para ratificar la elección. Me toca el turno, espero con impaciencia, pues necesito pasar el menor tiempo posible en la cocina. No sé por qué han demorado tanto en celebrar esta asamblea de ratificación, pero confío en que todo marche. Me han nombrado y es como si se hablara del fantasma de alguien ausente. Silencio total. Bienvenido vuelve a hacer la pregunta: "¿Están de acuerdo en ratificar el otorgamiento de la olla de presión a Belkis...?". Nadie levanta la mano; me fijo con tristeza distraida en aquellas caras duras, de jueces implacables, o de miedosos que no quieren ser juzgados a la vez. No todos son mis enemigos, más de cuatro son mis compañeros de desgracia, escritores marginados a quienes sólo se les ha dejado la oportunidad de asistir a las redacciones de La Gaceta de Cuba o la Revista Unión, en un simulacro de normalidad que huele mal. Somos un equipo de "caídos en desgracia", sin haber disfrutado nunca de la gloria de las altas esferas, por supuesto. Entonces, veo la cabeza del pintor José Cid, mi amigo, que ha hecho un movimiento a uno y otro lado, como para cerciorarse de que está solo en su audacia, y se permite levantar la mano por mí, tiene el valor de la solidaridad humana. Pero un brazo levantado no es suficiente, y Sonia se lleva el bono (que fue mío antes) para comprar una olla de presión. Con anterioridad ya ella había obtenido el del radio, la batidora, el televisor y el reloj despertador.
Enero, 1974
Junto a las palmas del caminante y el sendero por donde hacen su entrada los automóviles, la tierra ha devorado los canteros de "cangrejos" y "cintas". Me gusta formar un canal circular que dé brillo y encanto a estas hermosas plantas, abanicos del desierto que no sé cuándo ni cómo fueron sembrados. Hace un tiempo que en vista del escaso trabajo que hay en la redacción de La Gaceta, y ante el evidente deterioro del jardín, me he ofrecido para trabajar aquí en las mañanas, hasta que aparezca un jardinero. Quito malas hierbas, podo los canteros y, sobre todo, preparo el terreno que da a la "Casa de los plásticos", una vieja casa que los pintores, grabadores y escultores han adosado a la UNEAC; un jardín con malangas, que no sé por qué se ha ido extinguiendo, une las dos casas. Aunque el estilo es vetusto, típico de La Habana de principios de siglo, ha sido remozada con gusto y aloja un taller de grabado y un salón de exposiciones. Me he empeñado en hacer un hermoso jardín en el terreno común de las dos casas, y veo que mi esfuerzo comienza a tener éxito. Pero en general, ahora el jardín todo de la UNEAC se mantiene con mi esfuerzo, pues no han logrado contratar un jardinero, aunque el corte de la hierba lo realizan regularmente dos empleados de la administración. Descubro que hacer un jardín es una obra de creación y trabajo silenciosamente, con la alegría de un artesano, sin importarme ninguna otra cosa. A ratos, los visitantes extranjeros que pasan por la UNEAC elogian la hermosura del jardín, sin sospechar que no se debe precisamente a las manos de un experto, sino a las de una escritora en funciones extraliterarias, marginada de su medio, condenada prácticamanete al ostracismo, como la historia de aquella poetisa china obligada a laborar en la cafetería de la Unión de Escritores de su país.
Junio, 1975
Hay siete lavadoras rusas para entregar esta vez. Al poeta Miguel Barnet lo acaban de nombrar de la Comisión de selección. Es la primera vez que un escritor particpa en una actividad como ésta, donde prevalecen los activistas del sindicato. Pero Miguel ha comenzado"a mejorar" de posición y no cabe dudas de que ésta es una señal.
La comisión está presidida por Esther Borroto, quien nunca me ha tenido simpatías, es dirigente del sindicato y trabaja ahora como telefonista, aunque en un principio hacía la limpieza dela UNEAC. Partidaria entusiasta de la gente con poder, ve por los ojos de Nicolás Guillén, pero se inclina por la línea dura, porque en el fondo desprecia a los intelectuales. Comunista y bruja, no deja de mirarlo todo con suspicacia: parece una estatuilla de la Costa de Marfil. En su papel de "ama de llaves" de esta mansión, conoce todos los "secretos" y se despacha a su antojo con las frutas de los árboles del jardín, arrasados como por obra de magia durante las madrugadas.
Miguel me dice que no me preocupe, que él convencerá a Esther y esta vez obtendré la lavadora rusa, que tanta falta me hace.
Agosto 1975
Me la han otorgado, pero todavía no lo puedo creer; reuno el dinero y la compro. Con la ayuda de Hubert, un amigo que maneja una motocicleta con una pequeña plataforma de carga, la hago trasladar hasta la casa. Sube los escalones como si entrase una reina por la puerta, y la instalamos en el baño, con la esperanza de que nunca nos falte el agua que necesita.
El rey desnudo
Carnet de miembro de la UNEAC, renovado a Belkis en 1976, no así a Heberto ni a Virgilio Piñera, y si mal no recuerdo tampoco a Tania Dìaz Castro, entre algunos otros.
En la redacción de La Gaceta de Cuba, el poeta Luis Marré, director de esa publicación de la Unión de Escritores, insistió una tarde de 1978 para que no dejara de participar esa noche en un homenaje que la UNEAC iba a rendir. No se trataba de un acto social -- a los que nunca iba desde nuestra detención, y en principio por solidaridad con Heberto, que había sido marginado totalmente de la vida pública--, por lo que me rogaba que hiciera acto de presencia como empleada que era de la UNEAC.
A las siete, el jardín de la Unión de Escritores estaba repleto. El acto dio comienzo cinco minutos más tarde: sentados ante una mesa alargada cubierta con mantel, sobre la hierba, se encontraban Nicolás Guilén, presidente de la UNEAC, y cinco o seis personas más. Alguien abrió el acto para presentar al coronel Fabian Escalante, jefe de la Contrainligencia cubana, quien enseguida hizo un discurso sobre la razón del homenaje: la Unión de Escritores y Artistas, señaló enfático, deseaba patentizar su agradecimiento al Departamento de Cultura de la Seguridad del Estado por su magnífico aporte a las tareas culturales y, en especial, a la colaboración sostenida a lo largo de estos años entre los escritores y ese departamento...
Cada oveja con su pareja: aquel homenaje absurdo ponía en evidencia lo que ya era un secreto a voces, que todos y cada uno de los artistas y escritores estaban siendo controlados por la policia de la Seguridad. Incluso, por supuesto, aquellos que se encontraban en franca marginación, que no pertenecían a la Unión de Escritores, y los que habían decidido abandonar el país. Pero los más controlados eran los que disfrutaban de todas las ventajas como artistas "oficiales". Todos ellos estaban siendo sometidos al humillante control personal: intrigaran o testificaran contra los demás (amigos o enemigos), unos y otros eran víctimas de la maquinaria de la Seguridad, del miedo y el bochorno. Pero como en la historia de Anderson, nadie se atrevía a señalar que el rey estaba desnudo.
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