En el Titanic, con Enzensberger
Mario Vargas Llosa
Enzensberger es uno de los pocos pensadores de izquierda que no han caído en las redes del maniqueísmo como expediente de claudicación del pensamiento libre y que siempre ha sabido anteponer la crítica a la ideología, como muestra Vargas Llosa en esta lectura de la ejemplar obra El hundimiento del Titanic.
Para saber de veras cuán bonitas son, hay que ver a las mujeres saliendo de la cama; para saber cómo son, a los escritores hay que verlos en los congresos abiertos al público y con periodistas. Uno se lleva sorpresas: los opacos se vuelven brillantes, los aburridos ingeniosos y los que parecían cautos unos demagogos. Un raro caso de escritor que jamás decepciona en un congreso —literario o político— es Hans Magnus Enzensberger. Lo vi por primera vez en Salzburgo, hace más de treinta años, durante los debates para la concesión del Prix International de Littérature, defendiendo la candidatura del novelista finlandés Veijo Meeri con tanta gracia y agudeza que era imposible no darle el voto. Desde entonces, he coincidido con él en muchas reuniones similares y siempre me pareció inmunizado contra el deterioro congresístico, capaz de intervenciones originales y argumentos ingeniosos, aderezados con un humor que no tiene nada de alemán porque es una bocanada de aire fresco en la atmósfera habitualmente soporífera de las sesiones.
Enzensberger es también una rara avis en otro sentido. Es uno de los contados intelectuales europeos que habla de América Latina con conocimiento de causa, sin caer en los estereotipos, y sin establecer esa sutil discriminación que, por ejemplo, permitía a un Gunther Grass defender el sistema democrático y condenar el totalitarismo en Europa pero exhortar a los latinoamericanos a "seguir el ejemplo de Cuba". Tal vez porque conoce la lengua —ha traducido al alemán la poesía de César Vallejo, la de Heberto Padilla y otros poetas latinoamericanos— y porque ha viajado por allí con los ojos muy abiertos y escuchado a unos y otros sin prejuicios ni ideas preconcebidas, Enzensberger ha escrito con gran penetración sobre la historia y la cultura del nuevo continente, tanto que muchos latinoamericanos han aprendido mucho sobre sí mismos en sus páginas. Yo soy uno de ellos. Llevo varios años trabajando en una novela sobre los últimos días de Trujillo, he leído una vasta bibliografía sobre el tema y puedo asegurar que el ensayo de Enzensberger sigue siendo uno de los más lúcidos análisis sobre el fenómeno de las satrapías militares en general, y la dominicana del Generalísimo Trujillo en particular. También lo es el ensayo que dedicó a Bartolomé de las Casas y su lucha denunciando los horrores cometidos contra los indígenas americanos por españoles y portugueses durante la conquista y colonización.
Como casi todos los escritores del mundo que no fueran graníticamente reaccionarios, Enzensberger compartió las ilusiones que despertó la Revolución Cubana al triunfar, el último día de 1958. Prueba de ello son muchos de los textos que escribió sobre o inspirados en Cuba en los años sesenta, entre ellos la teatralización del Interrogatorio de La Habana que efectuó el propio Fidel Castro a los cubanos anticastristas capturados du-rante la fracasada invasión de Bahía de Cochinos, en 1961. Pero, a diferencia de otros, que se contentaron con entusiasmarse a la distancia, Enzensberger fue a Cuba, paso allí un tiempo, observó, hizo preguntas impertinentes, husmeó a diestra y siniestra, y se atrevió —fue uno de los primeros— a mostrar la otra cara de la revolución castrista. Tras la heroica fachada del pequeño país resistiendo la embestida del imperialismo no estaban la libertad ni la democracia popular, sino un sistema autoritario en marcha, que se parecía cada día más al modelo soviético. Para mí, y para muchos latinoamericanos que, desde mediados de los años sesenta, comenzábamos a preguntarnos si se justificaba nuestro apoyo a la Revolución Cubana en nombre de la libertad y la justicia, fue ilu-minadora la investigación hecha por Enzensberger, en la misma Cuba, sobre la manera como el Partido Comunista cubano reclutaba a sus adherentes y mostrando el verticalismo antidemocrático de su estructura. Por eso, no me extrañó nada, cuando el sonado caso Padilla, que Hans Magnus fuera uno de los redac-tores y firmantes del manifiesto que elaboramos, en mi casa de Barcelona, Juan y Luis Goytisolo, José María Castellet, Enzensberger y yo, protestando por la farsa de la confesión y arrepentimiento públicos a que fue obligado el poeta disidente cubano, y que, de algún modo, rompió el hechizo que hasta entonces (1971) mantenía a buena parte de los intelectuales del mundo entero embelesados con la dictadura castrista.
No por haber tomado una distancia crítica con Cuba, dejó Enzensberger de ser de "izquierdas". A diferencia de tantos otros, que hicieron de su condición "progresista" un instrumento para el arribismo o una excusa para dejar de pensar por cuenta propia, la obra y la conducta política de Enzensberger restituyeron la dignidad y el sentido creador y ético que tuvo el apelativo —ser de izquierdas— en el ámbito intelectual antes de ser maculado por el estalinismo y el oportunismo. En los años setenta y ochenta —y ahora mismo— sus poemas, ensayos, artículos han seguido cuestionando lo establecido y persiguiendo las astutas metamorfosis de la injusticia en la peripatética sociedad moderna. Aunque disimulado por el rigor del análisis o el juego de los símbolos y las imágenes, en todos sus textos subyace un sentimiento de cólera por lo mal hecho que está el mundo y la convicción de que es posible mejorarlo.
Pocos intelectuales han seguido siendo tan leales a esta idea del "compromiso" (l'engagement), incluso en los años cuando parecieron triunfar el maniqueísmo, los fanatismos encontrados. En los sesenta y los setenta, comprometerse dejó de significar una denuncia de la injusticia cualquiera que fuese la cobertura ideológica que la encubriese, y mudó en alinearse con una de las dos únicas opciones posibles: el comunismo o el capitalismo. De este modo, innumerables escritores progresistas optaron en contra de una forma de injusticia y a favor de otra, que, si el escritor era lúcido, consideraba un mal menor y pasajero, o si era cínico negaba que existiera. De acuerdo a esta hemiplejia moral, los progresistas se horrorizaban con los crímenes de los generales fascistas bolivianos, peruanos, uruguayos, argentinos, griegos o chilenos, pero su conciencia no se turbaba lo más mínimo porque millones de personas quisieran huir de Cuba o de Alemania Oriental; protestaban contra la política racista de África del Sur, pero no por la invasión soviética de Afganistán, y permanecían ciegos y sordos cuando el Vietnam socialista invadía Camboya e instalaba allí un gobierno hechizo, o cuando los tanques del Pacto de Varsovia aplastaban la Primavera de Praga. El escritor comprometido se había vuelto un militante, para quien las consideraciones políticas —oportunidad, eficacia, conveniencia— prevalecían sobre las éticas.
Enzensberger es una prueba de que había escapatoria a esa siniestra alternativa entre dos injusticias, que era posible ser un inconforme y un dinamitero del mundo capitalista, reconociendo la bancarrota del socialismo real, sin por ello "dar armas al enemigo". Era —es— una postura difícil, desde luego, amenazada de malentendidos, que exige un perpetuo estado de alerta y un inmenso esfuerzo de lucidez y de honestidad en cada palabra que se escribe, es decir, nada recomendable para los intelectuales perezosos, para los arribistas y para los que prefieren callar antes que equivocarse.
Los tiempos serán siempre difíciles para alguien que elige esa conducta, sobre todo en momentos en que el mundo parece estar navegando, como el Titanic, en la primavera de 1912, al encuentro con el iceberg. En su poema El hundimiento del Titanic, de 1980 (hay una excelente traducción al español hecha por Heberto Padilla y la colaboración del autor y de Michael Faber-Kaiser, publicada por Plaza y Janés), Hans Magnus Enzensberger reflexionó sobre este tema con más gravedad —pero también con más hondura— que en sus inteligentes "poemas para los hombres que no leen poesías". El largo y hermoso texto, de 33 cantos y 16 poemas, es dantesco por su ambición, por las apariciones que hace en él Dante, y por su horizonte apocalíptico. El hilo conductor es la catástrofe sobrevenida el 14 de abril de 1912 al hundirse el trasatlántico luego de chocar con un iceberg que le abrió el casco y perecer ahogadas millar y medio de personas (se salvaron setecientas). La tragedia está evocada con lujo de detalles —el menú de la última noche, las piezas que tocaba la orquesta, los juegos en cubierta, cómo se distribuyeron botes y salvavidas por orden jerárquico, los radiogramas de socorro—, como una metáfora de nuestra civilización, en peligro también de naufragio.
Es un poema sobre las ilusiones perdidas, o, más bien, sobre el fin de las ilusiones, de las ficciones ideológicas, de las manipulaciones históricas y filosóficas para fabricar certezas políticas que terminan siendo falsas. Curiosamente, el poema, pese a su tono con frecuencia sombrío —aunque hay en él de tanto en tanto estallidos de regocijo y humor— y a su mordacidad amarga, no contagia una sensación pesimista, de derrotismo e impotencia. Más bien, de lucidez frente al peligro. Emana de él una invocación a no rendirse frente a la adversidad, y, al mismo tiempo, a no intentar combatirla con exorcismos y conjuros de charlatán de feria, a enfrentarla de manera realista, sin hacer trampas.
En uno de sus más amargos cantos, el tercero, el poeta se recuerda escribiendo los primeros versos del poema, años atrás, en La Habana, y pensando: "Mañana todo será mejor, y si no/ mañana, entonces pasado mañana. Bueno,/ tal vez no mucho mejor/ pero al menos diferente. Sí, todo/ iba a ser muy diferente./ ¡Era formidable sentir eso! Ah, sí, lo recuerdo". En realidad, la fiesta había terminado hacía rato "y lo que quedaba era un asunto/ que debían resolver el hombre del World Bank/ y el camarada de la Seguridad del Estado./ Exactamente como en casa y en todas partes" (versos proféticos, sin duda, pues aquello ha ocurrido en China, en Vietnam, y ocurrirá probablemente en Cuba y Corea del Norte).
La melancolía de estos versos no debe dar la impresión de que el poema incurre en el nihilismo existencial o el cinismo político, dos caras de la frivolidad. Rechaza las falsas soluciones, pero afirma que los problemas humanos tienen solución y, en todo caso —lo dice el último verso—, el poeta se propone seguir a flote. Las falsas soluciones son las que predican los que viajan en los camarotes de lujo a quienes van apretujados en las sentinas, y las de los ideólogos del quinto canto, distraídos en eclipsar la realidad en una pirotecnia retórica sin advertir que el barco ha comenzado a sumergirse.
El hundimiento del Titanic es mucho más que un poema político. Asuntos graves se codean con asuntos risueños y los estilos cambian de estancia en estancia: lírico, épico, elegíaco, dramático. Por asociación, el Titanic lleva al poeta a recordar el fin del mundo, tema recurrente de la pintura medieval, y a componer un poema al anónimo maestro de Umbría que pintó uno de esos bellos cataclismos. El menú de la última noche dispara su mente hacia una pintura veneciana del XVI: La última cena. Ambos poemas son diestros ejercicios de plástica verbal, descripciones luminosas de elevada sensualidad. Pero en Enzensberger el arte no se contenta con el puro placer de los sentidos o del intelecto, y los poemas reflexionan también sobre lo que costó pintar aquellos cuadros, las servidumbres y tormentos que la sociedad impuso a los pintores —las exigencias de los mecenas, el fanatismo de los inquisidores, las limitaciones técnicas— para poder plasmarlos. Esos hombres que pintaron catástrofes debieron correr el riesgo de ser sacrificados —de ser víctimas de catástrofes— y de allí surge la autenticidad que comunican sus obras. Que sus cuadros existan y nos conmuevan tantos siglos después prueba que vencieron y, también, que incluso las catástrofes pueden tener un sesgo positivo, tornarse estímulos para escribir, pintar, componer, vivir. ¿Quién dice que no hay buenos poemas con moraleja? Este es un magnífico poema y su moraleja convincente: si vamos a hundirnos, aprendamos a nadar. -
Londres, agosto de 1999