Hay
paz, sin embargo, porque la ha impuesto la muerte con sus herramientas, y
porque la búsqueda de la verdad se ha dejado ganar por lo
irremediable. ¿Qué importan las razones?, me digo a mi misma como para
calmar la inquietud de no saber qué ha sucedido.
Por
un rato al menos, María Molina, la sirvienta loca, ha dejado de oir los
ruidos de todos los días; ni ayer ni hoy nos ha atormentado con las
historias de que allí mismo, frente a nuestro edificio, están cavando una
tumba para su hermana muerta. Se encierra más a menudo en su cuartico junto a
la cocina, como si pareciese querer dejarnos en paz, a solas con esta nueva
tristeza. Por lo pronto, tan extraño como parezca, nos sirve de
consuelo saber que la muerte real se ha sobrepuesto a la locura, a sus
voces.
Pobre
María, ha hecho un nidal de ese cuarto. Cuando la contratamos en una agencia
clandestina de empleo (porque hace más de una década que dejaron de
existir legalmente), no demoró en aparecer. La vimos bajar rauda de un
automóvil de alquiler, repleta de equipaje y cajas de cartón. Fue
estricta en su primer saludo, pero viviendo en los tiempos en que
vivimos, no me extrañó que una pobre mujer desamparada quisiera aparentar
las maneras antiguas de una criada. No abundan las casas habaneras que puedan
y quieran ofrecerle una habitación con baño privado, una mensualidad (aunque
muy pobre), y el derecho a incorporarse a la libreta de abastecimientos
de los dueños de la casa.
La situación
era casi inusitada, como lo fue el hecho mismo de que una amiga me recomendase
a la dueña de la agencia de empleos, que se las arreglaba como podía
para buscarle acomodo a sus escasos clientes.
María,
creíamos nosotros, iba a solucionarnos un gran problema doméstico
mientras esperábamos el nacimiento del niño, y preferimos sacrificar
nuestra pobre economía y ofrecerle un cuarto a la desamparada señora, sin
familia ni vivienda. Eso era todo lo que sabíamos de ella, que se trataba de
una desamparada, una mujer que rebazaba los cincuenta, sin familia ni
vivienda y con una necesidad urgente de que alguien la incluyera en su
libreta de abastecimiento.
Desde
el primer momento supe, sin embargo, que habíamos cometido un grave
error. María --como comprobamos después con la señora de la agencia de
empleos-- estaba loca, loca de remate, y en numerosas oportunidades había sido
internada en el hospital de Mazorra. A la mujer de la agencia no le
quedó más remedio que decirnos la verdad, aunque añadió la pobre excusa de que
en sus momentos de lucidez, María era útil en una casa y digna de los mayores
elogios, pues limpiaba y cocinaba bien.
El
error más grave había sio incorporarla a la libreta de abastecimientos, porque
en contra de su voluntad no podíamos darle de baja en las oficinas de la
OFICODA (*) y permanecería en nuestra casa hasta que ella lo
decidiera.
No
puedo evitarlo, le tengo miedo a María, a su mutismo; no sé cuándo dejará de
ser ella para prorrumpir en sollozos, o correr hacia mí gritándome que cesen
los ruidos, que no puede más. Pero a pesar de todo esto, cocinar y limpiar
parecen servirle de tearapia. Entro y salgo de la casa, voy al trabajo o a la
universidad y noto que está largos períodos encerrada en su cuarto,
escribiendo esas monstruosas cartas que hablan de camiones herméticamente
cerrados que recorren la ciudad, dice, con su trasiego de carne humana,
mujeres que la policía se encarga de echar mano en cualquier esquina, con el
propósito de engrosar el abastecimiento de carne para la población.
Prostitutas, repite sin parar. Y sus cartas están dirigidas a Fidel; le
escribe decenas a la semana y las guarda con mucho celo debajo de su almohada,
pero nosotros, en sus brevísimas ausencias a la bodega que está al lado de
nuestro edificio, las leemos, con un interés creciente, como si se trataran de
nuevos capítulos de una historia de terror, incapaces de sustraernos a sus
obsesiones.
De
noche nos encerramos con llave en nuestras habitaciones, temerosos de que la
locura le asalte en medio de la madrugada. Y aunque parece fingir no darse
cuenta de nuestro miedo, quién sabe cuántas esquizofrénicas inquietudes
esconde tras su dura mirada. No nos da reposo, sin embargo, nos mira
siempre como un cazador furtivo, aunque sigue cumpliendo a cabalidad con sus
obligaciones y guarda un horario inflexible para todo.
Hace
un tiempo logramos que nos hablara de sus otras colocaciones. Fue a raíz de
encontrarse un libro de Alejo Carpentier, mientras sacudía uno de los
estantes. Se le quedó mirando durante unos segundos, como tratando de
recordar, hasta que sin mucho interés contó que había trabajado hacía años en
casa del novelista, en una época, añadió, en que él vivía con su madre, una
señora rusa que tocaba el piano y daba clases de francés. Una señora muy fina,
apuntó, como si de pronto se le hubiera iluminado la mente y trasladado a
aquella época y la estuviera mirando. Se había quedado como ausente en el
recuerdo.
Fue
María la que respondió a mis preguntas, cuando de regreso esa mañana de
la universidad, noté aquellas tres tazas con restos de café que
permanecían sobre el aparador del comedor.
"Es que
estuvieron aquí unos amigos de su esposo, por lo del accidente del señor
Alberto. Dice su esposo que llame a Maruja".
No
había cautela en su modo de darme la noticia, ni pretendía evitarme el susto.
Accidente era la palabra que mejor describía una situación real con la que
ella había estado siempre tan familiarizada. Pero todo el mundo actuaba como
María a la hora de la verdad. Maruja no fue más explícita al inicio de nuestra
conversación, y sólo cuando insistí supe qué significaba esa palabra,
accidente. Y la verdad es siempre como en las novelas, un golpe
seco.
Alberto
Mora, de súbito, estaba muerto. Heberto se había marchado a la funeraria y yo
quedaba en libertad de llegarme hasta allá o aguardar en casa.
En el
trayecto hacia la funeraria Rivero traté de poner mis pensamientos en claro.
¿Es que como en las novelas de terror aún no había despertado del sueño?
Claro que sí, sólo que ahora iba uniendo los pedazos de ese rompecabezas
que la muerte había dislocado de un manotazo.
Estaba
allí, dentro de aquel sarcófago horrible, y un mechón de pelo sobresalía por
afuera de la tapa; yo sólo atinaba a ver el mechón negro y lacio que
tantas veces se alisara en un movimiento que se había
convertido casi en manía.
Un
hombre me perseguía en aquel sueño de la noche de la
tormenta. Rápídamente me metí a la trastienda de un pequeño negocio y
allí estaba el sarcófago del que salía aquel mechón de pelo lacio y negro. Al
otro día por la mañana supe que esa noche Alberto se había
suicidado.
A pesar
del balazo no estaba deformado. En medio del horror del que aún no habíamos
podido desprendernos, comprobé lo que ya yo sabía por mi sueño.
Alberto
había llegado aquella tarde de lluvia torrencial hasta la UNEAC (** )
para devolverme Islas en el
Golfo, la novela de Hemingway que yo habìa pedido prestada a la
biblioteca. Hacía más de un mes que la había sacado porque Heberto quería
leerla, pero luego se la había pasado a Alberto y éste a un amigo. La lectura
del libro póstumo de Hemingway pareció afectarlo, y su obsesión lo trajo dos o
tres veces a casa para comentar con Heberto los planteamientos de Hemingway:
discutía con acaloramiento todas las proposiciones del viejo escritor en
torno a la muerte y las distintas formas de suicidio. Quería una y otra
vez que Heberto compartiera sus puntos de vista: la mejor forma de
matarse era de un tiro en el cielo de la boca. Pero Heberto no acertaba a
darse cuenta entonces de las verdaderas intenciones de su amigo.
Tiempo
atrás había aparecido por casa con un nuevo libro, la edición de Barral
del I Ching: quería que
probásemos suerte, y él mismo se encargó de interrogar al célebre libro.
No fue una sorpresa para mí que nuestro destino --el mío y el de
Heberto-- fuera el mismo, me parecía lógico. Pero me sobrecogió de
manera especial la respuesta que obtuvo Alberto, porque sin que él precisara,
aquel código extraño apuntaba hacia lo peor.
Sonrió
restándole importancia al hecho y no vaciló días más tarde --la noche de
su cumpleaños-- y en su recién estrenada casa, en leerle el destino a cada uno
de los presentes y de repetir hasta el cansancio aquel cuento-adivinanza que
era a su vez un test de personalidad. Al final de la historia y de salvar
muchos obstáculos, había que decidir qué actitud tomar ante un muro que
impedía continuar la marcha. Casi todos los presentes aquella
noche escogieron regresar. Pero Alberto decidió saltar el muro.
En la
casa todos oyeron el disparo. La abuela dijo que fue como si cayera al
suelo un escaparate. La puerta estaba cerrada por dentro con llave, y
Liuba, la hija mayor, dijo que ella podría abrirla con la punta de una
tijera. Eran las 8 y 30 de la noche, y desde por la tarde había estado
lloviendo sin parar.
Abrí la
puerta de mi apartamento, y lo vi de pie junto al marco: llevaba un pantalón a
cuadritos color café y la camisa de hilo blanco. Le oi decir junto al ramo de
muralla del centro de la sala, que esa misma tarde me devolvería el libro de
Hemingway.
¨Yo
creo que no nos vamos a ver más¨, le dije y la primer sorprendida fui yo,
quizás no quise decir eso, pero fue lo que dije y me turbé, pues me
parecieron palabras absurdas, sin sentido. "¿Por qué dices eso? --fue su
respuesta. Esta misma tarde te llevo el libro a la Unión de Escritores, lo
prometo".
No
le creí hasta que lo vi llegar horas después bajo el terrible aguacero. A
pesar de la gripe y la fiebre, quiso cumplir su palabra. Fui, sin sospecharlo,
de las últimas personas en verlo con vida.
Lo
acompañé hasta el vestíbulo de la UNEAC, y ya en el portal inundado, tras
rechazar mi ofrecimiento de unos periódicos para que al menos
se cubriera un poco de la lluvia, desapareció ante mis ojos
asombrados, como si aquella densa capa de agua se lo hubiera tragado. Su amigo
Benigno Regueira, me había dicho, lo había traido en su automovil y lo estaba
esperando afuera.
Por
la noche, cuando Heberto y yo regresamos del Parque Almendares, a donde
habíamos ido con una vecina tras cesar la lluvia, quise llamar a su casa para
preguntar si aquella imprudente empapada no habìa afectado aún más su gripe,
pero nuestro teléfono, afectado por la tormenta, había dejado de
funcionar. Miré entonces al reloj y también se habìa detenido a las 8 de la
noche.
Cuando
esa mañana regresé temprano de la universidad, María me contó que había habido
visita... Todavía cierro los ojos y veo las tazas abandonadas con restos
de café. Alejandro, el policía encargado de vigilarnos, y otro, que
no sé quién es, habían venido a informar a Heberto de la muerte de su
amigo y de paso a intentar saber más.
"¿Qué les
parece? Me voy a casar con Sylvian. Díganme lo que piensan". Le estaba
preguntando la opinión a los amigos, pero yo detestaba que qusiera
saber la mía sobre algo tan personal, como era su relación con
Sylvian, una francesita aplatanada, a quien conocía
poco.
Alberto
sobresalía del contexto. Era inteligente y generoso, de una amistad a
toda prueba. Culto, en medio de un mundo como el suyo (un comandante, el más
joven quizás de la Revolución, ex ministro de Comercio Exterior), aunque sin
embargo padecía de un fuerte desasosiego, sólo evidente para sus más
ìntimos. Golpe tras golpe había resistido con valor mucho más de lo
que se sabía. Primero la muerte del padre, aquel legendario Menelao Mora, ex
dirigente de los Ómnibus Aliados, quien con un grupo de hombres --entre los
que estaba el propio Alberto, entonces un joven de 17 años-- había asaltado el
Palacio Presidencial, donde vivía el dictador Batista. Luego, la enfermedad de
la madre; el nacimiento de su hija más pequeña con una deformación en el
labio, su matrimonio con la francesita, que pareció no tardar en caer en
crisis... Y en medio del desencanto creciente ante la vida, había perdido la
fe en la Revolución y Fidel Castro, aunque le oíamos insisitir en que tarde o
temprano todo se arreglaría.
Del
libro Fuera del juego,
el primero de los amigos de Heberto en leerlo, le oí decir con franco
entusiasmo: "Este libro va a hacer historia". Creyó en la amistad, por eso no
vaciló en apoyar a Heberto, su amigo, a raíz de nuestra detención, lo que le
valió también a él un destino inusitado: Fidel Castro lo mandaría a detener,
aunque luego de visitarlo en la celda lo pondría en libertad.
Todavía
con Heberto detenido en la Seguridad del Estado, Alberto y yo nos aparecimos
en el anfiteatro de la Universidad de La Habana donde el canciller Raúl
Roa iba a pronunciar un discurso que, aunque de soslayo, estaba relacionado
con los últimos acontecimientos alrededor de Heberto. A cada instante
aquella multitud compuesta por alumnos y funcionarios interrumpía al retórico
Roa y prorrumpía en aplausos, de pie, para darle más énfasis a sus palabras.
Le oi hablar de los intelectuales plumíferos, y de no sé cuántos otros torpes
epítetos para referirse, sin decirlo, a Heberto. Pero ni Alberto ni yo
nos levantábamos de nuestros asientos, ni aplaudíamos al canciller. Al final
del discurso, Alberto se acercó a Roa y le entregó una carta, con el ruego de
que se la hiciera llegar a Fidel Castro. No supe su
contenido, pero se trataba de una protesta contra la detención de su
amigo, y su opinión sobre la situación. Al otro día estaba preso en
Villa Marista.
Alberto
Mora, en perpetua desgracia, ex comandante de la Revolución castrista, era un
escritor frustado (estoy segura), que amaba la música, que no tenía
reparos en exhibir en su casa aquel enorme e impresionante afiche de Jimi
Hendrix, muerto por una sobredosis de drogas, ni en comprar en sus viajes al
extranjero toda la música de los Beatles. Se empeñó en hacer revolución
junto a su padre, y tuvo la suerte de salir con vida del asalto al
Palacio Presidencial. Quiso ser un rebelde, cuando hubiera dado su vida
por ser un creador, un
artista.
Ayer hizo
nueve días que lo enterraron. No fui al cementerio porque me sentía muy triste
y me parecían demasiadas emociones para mí, con mis seis meses de
gestación. A su regreso, Heberto me contó que vio allí a Orlando Alomá
con aquel ejemplar del libro de Hemingway debajo del brazo. Pienso
que si Alberto Mora no lo hubiese leido no habrìa escogido el camino de
la autodestrucción. Pero otras cosas pesaron mucho en su decisión. La
traición, las mentiras, habían acelerado ante sus ojos la caida del altar
donde durante años había puesto a Fidel Castro y la Revoluciòn. Ya no
creyó más en esa "rehabilitación política" que tiempos atrás era su tabla de
salvación, pues no se cansaba de repetir que tarde o temprano llegaría.
Pero el Plan de Plátanos del
Wajay, a donde el propio Fidel Castro lo había enviado para que se
rehabilitara, no era otra cosa que un nuevo castigo, una cárcel.
Ayer
sonó el teléfono, mientras yo descansaba antes de irme a trabajar a la UNEAC.
Era su voz ahogada, lejana, y ese ¨oye¨, ahora de ultratumba, conque solía
presentarse cuando hablaba a casa. Sólo alcancé a escucharle decir
balbuceante que iba para el Wajay, mientras repetía aquel Wajay como
un tartamudo. Aterrada, le pasé el teléfono a Heberto, pero la
comunicación había cesado.
Me
cuesta trabajo reconocer que locos como María puede que entiendan mejor
los planos de vida y muerte en que nos movemos. A su modo parecería no
faltarle razón y no cesa de escribir cartas cada día más extensas, denunciando
quizás esta vez que están cavando una tumba para nuestro amigo,
el comandante Alberto Mora.