August 2, 2010
Mi amigo Pedro Yanes me envía una foto tomada por él hace casi tres décadas, que muestra a cinco hombres sorprendidos en la pausa de una conversación. Están sentados en los bancos de la terraza (deck) de una casa rural de Connecticut y, por sus ropas y el lujuriante bosque que los rodea, es un día —una tarde más bien— de verano. Además de la amistad, une a estos hombres la política y la literatura de un país en el que cuatro de ellos han sido notorios.
Aunque no haya quedado ningún registro de esa plática —irrecuperable ya como ellos mismos, pues todos están muertos— es fácil suponer que la revolución cubana, con la que alguna vez tanto se esperanzaran y de la que derivaran tantas frustraciones, es de lo que conversan, acaso con la obsesión de quienes cuentan una y otra vez la misma historia con la secreta esperanza de revertir los hechos o, al menos, de entender por qué las cosas no salieron como las habían imaginado.
Por la expresión de los rostros, es fácil deducir que Carlos Franqui, el segundo de izquierda a derecha —el único que lleva corbata, aunque con el nudo corrido— es quien acaba de hacer un comentario, tal vez con esa socarrona rotundidad del connaisseur que también le era peculiar. Si de algo sabe es de la revolución y del carácter de su líder devenido tirano, con quien estuvo en la Sierra Maestra como jefe de información y propaganda. Franqui, que dirigió desde la insurrección las transmisiones de Radio Rebelde y quien fuera el primer director del periódico Revolución (órgano del Movimiento 26 de Julio), fue el Goebbels de Castro en los primeros años del régimen. Desde su periódico se orquestó el terror revolucionario y se celebró el fin de la libertad de expresión, que arreciara en mayo de 1960 con la intervención y el entierro simbólico del Diario de la Marina, la publicación de mayor solera de Cuba y el decano de nuestra prensa. Él quería olvidarse de los excesos de ese pasado, que tal vez le parecieron necesarios en un momento para demoler un orden que tachaba de injusto, pero no para el establecimiento de un régimen totalitario. Había sido siempre un revolucionario fervoroso, a quien los comunistas ya habían desencantado antes de que el castrismo llegara al poder. Creía, como tantos de su generación, en la inevitabilidad redentora de la Revolución (con mayúscula) y en que el proyecto liderado por Castro encarnaba ese sueño. Franqui presumía de su origen campesino y pobre que, al parecer, lo había llevado a pronunciarse a favor del cambio violento contra una odiosa oligarquía.
La encarnación de esa oligarquía está a su derecha en esta foto en la persona de Raúl Chibás, quien parece menos interesado en lo que se habla y se concentra más en la lectura de un periódico, uno de los tantos tabloides, políticos o literarios, que los cubanos han producido a lo largo de este dilatado exilio. Chibás proviene de la clase alta, pero la notoriedad revolucionaria de su hermano Eduardo, fundador y líder del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) y mentor político de Castro a fines de los años cuarenta y principios de los cincuenta, determinó que se asociara a la aventura de la Sierra Maestra, de donde bajaría en enero de 1959 con los grados de comandante. Eddy Chibás, aunque anticomunista, fue un demagogo natural que ayudó a dinamitar, con sus estridencias, los cimientos de la república cubana. Murió a consecuencia de un alarde cuando, puesto en ridículo por una denuncia que hiciera desde su programa radial y que resultó falsa, no encontró mejor salida que un pistoletazo. Que se hiciera el disparo en el vientre y no en el corazón o en la cabeza hace pensar que su decisión de matarse no era muy seria. El joven Fidel Castro, quien se encontraba a las puertas de la emisora, lo llevó en su automóvil a la clínica en la que sucumbió a una complicación de peritonitis varios días después. Muerto, Eddy se convirtió en una bandera de denuncia y de cambio de la que Castro terminaría por apropiarse y a la que Raúl Chibás —no obstante su carácter mesurado e incluso gris— no pudo ser inmune. En enero del 59 era un flamante comandante de la revolución. Poco más de veinte años después, casi los mismos que duraba su exilio, ya era un profesor jubilado. En el periódico que se le ve leyendo en esta foto, aparece, en la última página, un anuncio —ominoso—- de la Funeraria Rivero de Miami.
A la izquierda de Franqui, vistiendo una chaqueta veraniega y con los pies sobre una mesa de tablones, Guillermo Cabrera Infante parece concentrarse, ligeramente cabizbajo, en lo que acaba de ser dicho. En el rostro se le dibuja una sonrisa casi imperceptible que tal vez revela uno de sus típicos sarcasmos. Aunque en esta foto se encuentra a la izquierda de Franqui, siempre estuvo a su derecha, en más de un sentido, desde la dirección del semanario Lunes, que empezó a publicarse en 1959 al amparo del periódico Revolución. Lunes era un suplemento cultural que agrupó a escritores y artistas plásticos que, si bien se identificaban con el nuevo orden, representaban su vanguardia liberal e ilustrada, la que la historia enseña que está condenada por la inexorable radicalización de las revoluciones sociales en el poder. Los chicos de Lunes eran los girondinos y los mencheviques de la revolución cubana.
A Cabrera Infante la militancia comunista de su familia lo había inmunizado contra las utopías; y su relativo éxito en La Habana de los años cincuenta, como crítico de cine de una de las revistas más importantes del país, le había dado a probar las ventajas del capitalismo. Su infancia en Gibara —donde su familia había sido víctima de la persecución política— y las carencias de un muchacho inteligente que vive en un solar habanero lo identificaron con las aspiraciones y reivindicaciones de la revolución; pero una buena dosis de cinismo sirvió para librarlo de los lugares comunes de una militancia que tenía mucho de religiosa. “Burla burlando” fue creciendo su vocación de escritor, que fue también, y sobre todo, la de un hacedor de fulgurantes juegos de palabras, de las que nos queda un regusto, aunque no la huella de ningún personaje memorable. Guillermo tenía una enfermedad raigal y crónica: Cuba, y particularmente La Habana, a la que nunca habría de volver, pero que nunca estuvo ausente de su escritura ni de sus fantasías.
El Dr. John Alexander Coleman, catedrático de la Universidad de Nueva York y experto en literatura latinoamericana, era casi un cubano por adopción. Era el dueño de esta casa donde recibía con frecuencia a ilustres exiliados cubanos que padecían el síndrome de la idée fixe. Gracias a ellos, y a su propio interés, se hizo experto en una crisis insoluble. En la foto puede vérsele de bermudas y calcetines negros, con una actitud ligeramente obsecuente y retraída. Es un hombre que sabe mucho de América Latina, pero sabe también que está en presencia de algunos notables protagonistas de la historia política y cultural de esa problemática isla del Caribe que, hasta 1958, un norteamericano habría considerado un amable traspatio turístico. La revolución cubana fue una reacción inevitable para alguno de los presentes: la tiranía castrista una infortunada malignidad.
Al extremo derecho de la foto, justamente a la izquierda del profesor Coleman, Heberto Padilla, en una camiseta deportiva, encarna la mayor dosis de ingenuidad e irreverencia de toda la escena. Él, en sí mismo, era una viva contradicción. Desde joven se sintió revolucionario, por rechazo a una sociedad en que le tocó la pobreza (si bien no la miseria) y en la que llegó a odiar visceralmente a esa clase filistea que disfrutaba de todos los privilegios y que tan poco se ocupaba de la cultura. Su aplauso irrestricto por la destrucción de esa clase apenas si duró cinco minutos, contenido por la evidencia de que servía para edificar una asfixia y una opresión mayores. El desdén de los ricos daba paso a la utilización interesada de la cultura por la tiranía totalitaria. El pensamiento cautivo, en el que Milosz ya había advertido en 1951 del precio a pagar por los intelectuales en un régimen comunista, se convirtió para él en un siniestro libreto. Quiso entonces jugar al desentendido, a tomar a la léttre la libertad que decían ofrecerle “dentro de la revolución”. Como revolucionario se sintió con derecho a criticar, a denunciar el rumbo de un caudillismo feroz y llevó su propia inmunidad más allá de los límites aconsejables. Su arresto, tortura y retractación marcó un antes y un después en la historia literaria y política de la revolución cubana. Con él se probaron esos límites, pero su psique no fue lo bastante fuerte para resistir la prueba, que sólo sirvió para acentuarle la tristeza, de la cual su depresión y su alcoholismo serían fieles reflejos. Escéptico por aprendizaje, era crédulo por naturaleza y siempre estaba a la espera de una palabra salvadora, aunque, al igual que a Unamuno, su razón no se lo permitiera.
Aquí, en esta escena bucólica de una tarde estival de New England, la historia de la violenta y frustrante revolución cubana pareciera encontrar un apacible y metafórico colofón, cuando algunos de sus fervientes portavoces y luego acerbos críticos se quedan congelados en una pausa que podría resultar más elocuente que sus mejores argumentos: el melancólico silencio que denota una insuperable desilusión.
Aunque no haya quedado ningún registro de esa plática —irrecuperable ya como ellos mismos, pues todos están muertos— es fácil suponer que la revolución cubana, con la que alguna vez tanto se esperanzaran y de la que derivaran tantas frustraciones, es de lo que conversan, acaso con la obsesión de quienes cuentan una y otra vez la misma historia con la secreta esperanza de revertir los hechos o, al menos, de entender por qué las cosas no salieron como las habían imaginado.
Por la expresión de los rostros, es fácil deducir que Carlos Franqui, el segundo de izquierda a derecha —el único que lleva corbata, aunque con el nudo corrido— es quien acaba de hacer un comentario, tal vez con esa socarrona rotundidad del connaisseur que también le era peculiar. Si de algo sabe es de la revolución y del carácter de su líder devenido tirano, con quien estuvo en la Sierra Maestra como jefe de información y propaganda. Franqui, que dirigió desde la insurrección las transmisiones de Radio Rebelde y quien fuera el primer director del periódico Revolución (órgano del Movimiento 26 de Julio), fue el Goebbels de Castro en los primeros años del régimen. Desde su periódico se orquestó el terror revolucionario y se celebró el fin de la libertad de expresión, que arreciara en mayo de 1960 con la intervención y el entierro simbólico del Diario de la Marina, la publicación de mayor solera de Cuba y el decano de nuestra prensa. Él quería olvidarse de los excesos de ese pasado, que tal vez le parecieron necesarios en un momento para demoler un orden que tachaba de injusto, pero no para el establecimiento de un régimen totalitario. Había sido siempre un revolucionario fervoroso, a quien los comunistas ya habían desencantado antes de que el castrismo llegara al poder. Creía, como tantos de su generación, en la inevitabilidad redentora de la Revolución (con mayúscula) y en que el proyecto liderado por Castro encarnaba ese sueño. Franqui presumía de su origen campesino y pobre que, al parecer, lo había llevado a pronunciarse a favor del cambio violento contra una odiosa oligarquía.
La encarnación de esa oligarquía está a su derecha en esta foto en la persona de Raúl Chibás, quien parece menos interesado en lo que se habla y se concentra más en la lectura de un periódico, uno de los tantos tabloides, políticos o literarios, que los cubanos han producido a lo largo de este dilatado exilio. Chibás proviene de la clase alta, pero la notoriedad revolucionaria de su hermano Eduardo, fundador y líder del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo) y mentor político de Castro a fines de los años cuarenta y principios de los cincuenta, determinó que se asociara a la aventura de la Sierra Maestra, de donde bajaría en enero de 1959 con los grados de comandante. Eddy Chibás, aunque anticomunista, fue un demagogo natural que ayudó a dinamitar, con sus estridencias, los cimientos de la república cubana. Murió a consecuencia de un alarde cuando, puesto en ridículo por una denuncia que hiciera desde su programa radial y que resultó falsa, no encontró mejor salida que un pistoletazo. Que se hiciera el disparo en el vientre y no en el corazón o en la cabeza hace pensar que su decisión de matarse no era muy seria. El joven Fidel Castro, quien se encontraba a las puertas de la emisora, lo llevó en su automóvil a la clínica en la que sucumbió a una complicación de peritonitis varios días después. Muerto, Eddy se convirtió en una bandera de denuncia y de cambio de la que Castro terminaría por apropiarse y a la que Raúl Chibás —no obstante su carácter mesurado e incluso gris— no pudo ser inmune. En enero del 59 era un flamante comandante de la revolución. Poco más de veinte años después, casi los mismos que duraba su exilio, ya era un profesor jubilado. En el periódico que se le ve leyendo en esta foto, aparece, en la última página, un anuncio —ominoso—- de la Funeraria Rivero de Miami.
A la izquierda de Franqui, vistiendo una chaqueta veraniega y con los pies sobre una mesa de tablones, Guillermo Cabrera Infante parece concentrarse, ligeramente cabizbajo, en lo que acaba de ser dicho. En el rostro se le dibuja una sonrisa casi imperceptible que tal vez revela uno de sus típicos sarcasmos. Aunque en esta foto se encuentra a la izquierda de Franqui, siempre estuvo a su derecha, en más de un sentido, desde la dirección del semanario Lunes, que empezó a publicarse en 1959 al amparo del periódico Revolución. Lunes era un suplemento cultural que agrupó a escritores y artistas plásticos que, si bien se identificaban con el nuevo orden, representaban su vanguardia liberal e ilustrada, la que la historia enseña que está condenada por la inexorable radicalización de las revoluciones sociales en el poder. Los chicos de Lunes eran los girondinos y los mencheviques de la revolución cubana.
A Cabrera Infante la militancia comunista de su familia lo había inmunizado contra las utopías; y su relativo éxito en La Habana de los años cincuenta, como crítico de cine de una de las revistas más importantes del país, le había dado a probar las ventajas del capitalismo. Su infancia en Gibara —donde su familia había sido víctima de la persecución política— y las carencias de un muchacho inteligente que vive en un solar habanero lo identificaron con las aspiraciones y reivindicaciones de la revolución; pero una buena dosis de cinismo sirvió para librarlo de los lugares comunes de una militancia que tenía mucho de religiosa. “Burla burlando” fue creciendo su vocación de escritor, que fue también, y sobre todo, la de un hacedor de fulgurantes juegos de palabras, de las que nos queda un regusto, aunque no la huella de ningún personaje memorable. Guillermo tenía una enfermedad raigal y crónica: Cuba, y particularmente La Habana, a la que nunca habría de volver, pero que nunca estuvo ausente de su escritura ni de sus fantasías.
El Dr. John Alexander Coleman, catedrático de la Universidad de Nueva York y experto en literatura latinoamericana, era casi un cubano por adopción. Era el dueño de esta casa donde recibía con frecuencia a ilustres exiliados cubanos que padecían el síndrome de la idée fixe. Gracias a ellos, y a su propio interés, se hizo experto en una crisis insoluble. En la foto puede vérsele de bermudas y calcetines negros, con una actitud ligeramente obsecuente y retraída. Es un hombre que sabe mucho de América Latina, pero sabe también que está en presencia de algunos notables protagonistas de la historia política y cultural de esa problemática isla del Caribe que, hasta 1958, un norteamericano habría considerado un amable traspatio turístico. La revolución cubana fue una reacción inevitable para alguno de los presentes: la tiranía castrista una infortunada malignidad.
Al extremo derecho de la foto, justamente a la izquierda del profesor Coleman, Heberto Padilla, en una camiseta deportiva, encarna la mayor dosis de ingenuidad e irreverencia de toda la escena. Él, en sí mismo, era una viva contradicción. Desde joven se sintió revolucionario, por rechazo a una sociedad en que le tocó la pobreza (si bien no la miseria) y en la que llegó a odiar visceralmente a esa clase filistea que disfrutaba de todos los privilegios y que tan poco se ocupaba de la cultura. Su aplauso irrestricto por la destrucción de esa clase apenas si duró cinco minutos, contenido por la evidencia de que servía para edificar una asfixia y una opresión mayores. El desdén de los ricos daba paso a la utilización interesada de la cultura por la tiranía totalitaria. El pensamiento cautivo, en el que Milosz ya había advertido en 1951 del precio a pagar por los intelectuales en un régimen comunista, se convirtió para él en un siniestro libreto. Quiso entonces jugar al desentendido, a tomar a la léttre la libertad que decían ofrecerle “dentro de la revolución”. Como revolucionario se sintió con derecho a criticar, a denunciar el rumbo de un caudillismo feroz y llevó su propia inmunidad más allá de los límites aconsejables. Su arresto, tortura y retractación marcó un antes y un después en la historia literaria y política de la revolución cubana. Con él se probaron esos límites, pero su psique no fue lo bastante fuerte para resistir la prueba, que sólo sirvió para acentuarle la tristeza, de la cual su depresión y su alcoholismo serían fieles reflejos. Escéptico por aprendizaje, era crédulo por naturaleza y siempre estaba a la espera de una palabra salvadora, aunque, al igual que a Unamuno, su razón no se lo permitiera.
Aquí, en esta escena bucólica de una tarde estival de New England, la historia de la violenta y frustrante revolución cubana pareciera encontrar un apacible y metafórico colofón, cuando algunos de sus fervientes portavoces y luego acerbos críticos se quedan congelados en una pausa que podría resultar más elocuente que sus mejores argumentos: el melancólico silencio que denota una insuperable desilusión.
Foto: De izquierda a derecha, Raúl Chibás, Carlos Franqui, Guillermo Cabrera Infante, John A. Coleman y Heberto Padilla. © Pedro Yanes.
Vicente Echerri
Nueva York
Nueva York
En el blog Penultimos Días
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