EN LA FOTO EL PINTOR CARLOS LUNA JUNTO AL POETA HEBERTO PADILLA EN 1996
Prólogo
Heberto Padilla
Gertrudis Gómez de
Avellaneda ha arrastrado siempre una leyenda negra. Los autores cubanos que
se han referido a ella han partido de la admiración o la repulsa; raramente
han optado por la serenidad del juicio. Las más de las veces estas opiniones
provienen de otras, están viciadas por comentarios anteriores; se podría
afirmar que ninguna arranca de una lectura atenta de su obra ni un recorrido
exhaustivo de su vida.
Teniendo en cuenta estos
antecedentes parecería difícil el escribir una biografía equidistante entre
la adhesión indiscriminada y el rechazo total. Sin embargo --tal vez por
eso--, Belkis Cuza Malé, la autora de Vida de Tula, se ha acercado
a la Avellaneda con la más sencilla naturalidad y ha estudiado a esta cubana
en entredicho como un fenómeno de existencia natural.
No se encontrarán aquí ni la
pasión desmesurada por su vida, ni el odio apasionado por su obra, ni el
desdén --cualquiera que fuese su fundamento-- hacia su persona. Ni la
efusión ni el denuesto, que parecerían que fueran los polos a que se han
adscritos estudiosos y lectores. A la biógrafa le interesa
el hecho de que Gertrudis Gómez de Avellaneda es un momento de la cultura
hispánica, algo que le ocurrió al español del siglo pasado, a su literatura,
cualquiera que sea su valor a nuestros ojos. Llenó una época. Que esa época
no poseyera la agudeza crítica de que hoy creemos disponer para juzgarla, es
menos importante que el hecho mismo de que el gusto de sus
contemporáneos la tildasen de impar, de que el nombre de la Avellaneda
fuese igualado al de las cumbres de la literatura de nuestra
lengua.
En 1914, a cien años de su
nacimiento, Enrique José Varona, tan poco dado a este género de
exaltaciones, hombre ático en nuestras letras si los hay, no escatima un
elogio que parece lindar con el ditirambo. Y no señalo a Varoña como
argumento irrebatible de autoridad, sino como síntoma significativo de que
todavía a principios de siglo un hombre cuya filosofía era el positivismo y
cuyas pasiones sin duda la literatura clásica, se sintiese deslumbrado por
la obra dramática y poética de la Avellaneda.
Schücking, a quien la
autora cita en más de una ocasión en esta biografía, ha hecho el primer
intento serio del estudio sociológico del gusto literario. Ahí se explica el
fenómeno del arte de ciertas modas artísticas, de los móviles que otorgan
sus predilecciones y desdenes a determinada corriente de la literatura. La
autora de este libro pertenece a la última promoción de escritores cubanos y
como todo el que se inicia en la literatura, sus juicios y sus trabajos
tienen mucho de tanteo; pero también siente la tentación de repensar nuestro
pasado. Uno de los grandes defectos de las letras hispánicas es que vive en
exceso de su actualidad, de lo cual, precisamente, se quejaba Luis
Cernuda. La actualidad --entre nosotros-- devora la obra presente y la
pasada; es una suerte de cartabón feroz por el que se rigen los entusiasmos
culturales. Ahora bien, si todo intento de renovación literaria aparece bajo
especie de ruptura, no es menos cierto que toda ruptura, en cualquier arte,
es continuidad, tradición, y todo lo que no es tradición, como se ha dicho
ya, es, desde luego, plagio. ¿Qué logramos con desentendernos de nuestro
pasado? ¿Qué logramos con negar nuestros valores por el simple hecho
de que no ejercen influencia inmmediata y visible? El mejor discípulo de
Martí no escribiría como él --y hablo precisamente de un escritor
siempre vivo, cuyo ejemplo y capacidad de incitación y permanencia a todos
nos gustaría heredar y disfrutar--; pero su discípulo mejor sería
aquel que -- no me gustaría decir sustituyese; pero de algún modo lo
hiciera, su gran voz expansiva y elocuente que fue el sello más difícil y
ambicioso de su tiempo, por todo lo contrario: la economía de medios, la
precisión, la sencillez, la riqueza sin énfasis que caracteriza al
nuestro.
La Avellaneda, que no tuvo el
genio de Martí, ejerció su influencia, su ejemplaridad, de muy distinto
modo. Si se leen crónicas, comentarios, ensayos y estudios de su época, la
veremos calificada de excelsa, de inimitable, de genial. Años después, su
nombre deja de interesar en la misma medida. Su teatro, su poesía, su
prosa, aparecen cada vez más ajenos a nuestra manera actual. En
ella están --en forma demasiado visible-- los vicios de su época, de su
escuela romántica. Se elogia más su maestría formal que el valor
intrínseco de sus poemas, más su habilidad que su verdad
personal, más su frivolidad aparente que su dramatismo
esencial.
Menos que su literatura ha
interesado su vida, tal vez casi nada. Ella es la poetisa de "Al partir", de
viejos libros escolares; pero su obra poética, después de la edición del
centenario (1914) no ha sido reeditada en Cuba, su teatro ha sido apenas
leído y mucho menos estudiada la notable influencia que
ejercen sus comedias en el teatro bufo cubano. Sus prosas y sus textos
(su correspondencia, toda ella tan significativa) apenas ha sido tomada
en cuenta, porque la leyenda negra de cubana en entredicho gravitó
de tal modo sobre ella, que casi la anuló. La Avellaneda era la
españolizante, el éxito foráneo, el desarraigo, el desamor a Cuba. Nadie se
preocupó por el hecho de que muriese cinco años después de iniciado el
primer movimiento coherente de emancipación nacional, el 10 de octubre de
1868, de que incluso en esos cinco años no escribió una sola línea, enferma,
recluida en sus habitaciones privadas; nadie tampoco ha leído sus cartas
donde afirma insistentemente su condición de cubana, como la dirigida al
Conde de Pozos Dulces, uno de los textos más apasionantes e
inteligentes, no ya de nuestras letras sino de la literatura del
continente, pues en ella la Avellaneda señala las diferencias que empezaban
a existir entre la que ella calificaba de naciente literatura
americana (con cuyos autores se inscribe sin concesiones de ninguna
índole) y la vieja y sabia literatura de la península.
Recientemente el Consejo Nacional
de Cultura ha editado su novela Sad, su
Teatro (incluye sus mejores obras), y en una
edición aparte, su Baltasar. Se ha publicado
también su correspondencia y autobiografía (edición de Huelva, 1907) y
Teatro Estudio ha puesto en escena su comedia El millonario
y la maleta. Por otra parte hay planes para
solicitar al gobierno español el traslado de los restos de Gertrudis Gómez
de Avellaneda.
Vida de
Tula,, la biografía escrita por Belkis Cuza Malé, es una
contribución más a la recordación de esta figura. Su texto no se
inscribe en ninguna corriente historiográfica, no está apoyado por
ningún sistema o escuela de Historia. Durante varios años, Belkis ha
estudiado la vida y la obra de la Avellaneda. No fue una vida cargada de
peripecias excepcionales que justifiquen el estudio acucioso de un
período. Fue una cubana sin historia a quien la leyenda
negra ha agregado toda suerte de historias que han
pretendido, como suele ocurrir en tales casos, dar una aureola erótica
a la actividad social de una mujer. Cuando se sigue su vida, paso a
paso, se verá qué errática es esta suposición, qué ingenuas resultan estas
suspicacias. La Avellaneda no pudo escapar a su siglo. Fue su expresión y su
víctima. Ella ilustra el siglo XIX de la mujer cubana, con todas sus
grandezas y servidumbres.
Belkis ha intentado reconstruir
con sencillez, pero con absoluta fidelidad, todas las incidencias de su
vida personal. Incluso los menores detalles de atmósfera, que a veces
pudieran darle un aspecto novelesco a estas páginas, han sido escritos sobre
un cotejo minucioso de documentos de la época; pero evitando siempre la
erudicción excesiva, las citas constantes, la insistente información
sobre fuentes y referencias que puedan fatigar al léctor; porque este libro
va dirigido a ese lector sin el cual no sería posible ninguna escritura y
que, no sé por qué causa, siento ya que espera que le hablemos
así.