Sunday, October 01, 2006
Paisaje con Heberto Padilla
BELKIS CUZA MALE
Escribo este artículo el 24 de septiembre. Llevo semanas pensando en lo que quiero escribir de él, quiero decir, de Heberto Padilla. Un día como hoy, hace seis años, murió de un aparente ataque al corazón (¿o lo mataron?). Estaba solo en su apartamento de Auburn, en Alabama, y hacía poco más de un mes que había venido a visitar a Ernesto, nuestro hijo, y a mí a Fort Worth. Y un día antes de morir, como hacía siempre desde que enseñaba en esa universidad, me llamó para conversar un rato. Recuerdo en especial su buen ánimo de entonces, y lo bien, decía, que se estaba sintiendo. También me aseguró que después de diciembre regresaría a Fort Worth para comprar una casita cerca de la mía y establecerse aquí, como yo le había estado pidiendo desde hacía cinco años cuando decidimos separarnos, después de un matrimonio de casi tres décadas.
No fuimos nunca una pareja al uso. Nos tocaron tiempos difíciles, pero compartimos alegrías y tristezas --y un gran amor: ahí están sus poemas-- con la certidumbre de que nada podía separarnos, ni siquiera los ingentes esfuerzos de la Seguridad cubana, ni sus atroces métodos, como el de aquella siquiatra de esa institución represiva que me conminó, a raíz del ''caso Padilla'', a que abortara, aduciendo que yo no estaba capacitada mentalmente para tener otro hijo. De haber seguido sus malévolas ''orientaciones profesionales'', mi hijo Ernesto no hubiera nacido.
Como les digo, no es fácil ser una pareja de escritores oprimidos por la dictadura comunista, con la policía secreta visitándonos una vez por semana durante años, el teléfono intervenido, y vigilados como delincuentes peligrosos. Y no era fácil lidiar con la depresión y el ostracismo, con la ausencia casi absoluta de amigos, y el dogal al cuello. Pero yo inventé métodos para escapar de aquella fea realidad, y sostenida por la fuerza que encontré en Dios, y la visión de algunos textos de metafísica que me facilitaba el increíble Joseíto, mi maestro espiritual, nuestro exilio interior se convirtió en una experiencia casi renovadora.
Recuerdo que le propuse a Heberto que empezásemos a escribir cada uno una novela (bastaría con dos cuartillas al día) y ejercicios para mantenernos sanos, física y mentalmente. De aquella apuesta a la recuperación emocional, para contrarrestar la resaca incesante del llamado Caso Padilla, nació mi novela Aventuras de Juan y Juana, todavía inédita y que hace dos años rechazó una editorial de Barcelona, deseándome buena suerte.
Nadie que yo sepa ha leído esa novela, salvo el escritor mexicano Carlos Fuentes, quien en 1975 fue jurado de un concurso adonde logré hacer llegar desde Cuba el manuscrito. No me dieron nada, ni una mención, pero luego encontré (¡creo en las coincidencias!) que Terra Nostra, de Fuentes, tenía ideas en los capítulos finales muy parecidas a la mía.
De esa temporada salieron los poemas de Heberto de El hombre junto al mar, luego publicados por Seix Barral. Pero no logré, por supuesto, que hiciera ejercicios ni mucho menos que se interesara por mis lecturas metafísicas. Sin embargo hizo amistad entrañable con Joseíto.
Voy a contarles un secreto (no tan secreto ya). Más que las torturas que sufrió en la Seguridad del Estado, Heberto decidió hacer aquella espantosa autocrítica luego de que nuestro interrogador, el teniente Pedro Alvarez Lugo (más tarde parte del juicio contra el general Ochoa), le hizo oír la grabación del interrogatorio que me hicieron en los cuarteles de la Seguridad. Heberto no sabía que yo también estaba detenida. Luego, ya ambos en liberdad, fui yo la que le rogué a Heberto me dejase a mí también participar en el denigrante mea culpa del 27 de abril en la Union de Escritores. No, él no me acusó a mí de nada.
Por eso, en diciembre de 1978, cuando fui llamada al despacho de Fidel Castro, tras una carta mía acusatoria a la Seguridad del Estado, y me recibió su secretario particular, el doctor Chomy Miyar Barruecos, no podía creer lo que estaba oyendo: ``En primer lugar, el comandante en jefe me ha pedido que le diga que la revolución --y no dejaba de mirarme fijamente-- reconoce que ha cometido un error con ustedes y que está dispuesta a rectificar, y quiere que usted se lo trasmita así a su esposo. Y, en segundo lugar, el comandante en jefe quiere que Padilla sepa que la revolucion está dispuesta a darle todo lo que él pida, todo, óigame bien (y recalcó todo) a cambio de que no abandone el país''.
Nunca he sido valiente, pero no sé de dónde me salieron las palabras para ripostarle: ''Mire --le contesté--, yo no puedo decirle a un hombre que ha sufrido tanto, y que lo único que quiere es irse del país, que acepte esa oferta. Usted tiene que llamarlo y decírselo personalmente''. Tampoco sé cómo salí de la cueva del lobo, pues estaba en el llamado Palacio de la Revolución, en las mismas oficinas de Fidel Castro. No sólo lo había oído retractarse de un gravísimo error, sino sabía ya de primera mano que era capaz de intentar comprar a cualquiera.
Hoy Heberto está muerto, algunos todavía lo siguen considerando un cobarde, pero yo, que lo amé como nadie y compartí su vida (y también su muerte), puedo asegurarles que un día Cuba rescatará su memoria del ultraje y la vergüenza que lo llevaron a una temprana muerte. Su obra es quizás el mayor bofetón que esa revolucion ha recibido jamás de un escritor. Pero es también el hermoso homenaje de un gran poeta a su patria, de un poeta que siempre ha vivido en Cuba. belkisbell@aol.com
BELKIS CUZA MALE
Escribo este artículo el 24 de septiembre. Llevo semanas pensando en lo que quiero escribir de él, quiero decir, de Heberto Padilla. Un día como hoy, hace seis años, murió de un aparente ataque al corazón (¿o lo mataron?). Estaba solo en su apartamento de Auburn, en Alabama, y hacía poco más de un mes que había venido a visitar a Ernesto, nuestro hijo, y a mí a Fort Worth. Y un día antes de morir, como hacía siempre desde que enseñaba en esa universidad, me llamó para conversar un rato. Recuerdo en especial su buen ánimo de entonces, y lo bien, decía, que se estaba sintiendo. También me aseguró que después de diciembre regresaría a Fort Worth para comprar una casita cerca de la mía y establecerse aquí, como yo le había estado pidiendo desde hacía cinco años cuando decidimos separarnos, después de un matrimonio de casi tres décadas.
No fuimos nunca una pareja al uso. Nos tocaron tiempos difíciles, pero compartimos alegrías y tristezas --y un gran amor: ahí están sus poemas-- con la certidumbre de que nada podía separarnos, ni siquiera los ingentes esfuerzos de la Seguridad cubana, ni sus atroces métodos, como el de aquella siquiatra de esa institución represiva que me conminó, a raíz del ''caso Padilla'', a que abortara, aduciendo que yo no estaba capacitada mentalmente para tener otro hijo. De haber seguido sus malévolas ''orientaciones profesionales'', mi hijo Ernesto no hubiera nacido.
Como les digo, no es fácil ser una pareja de escritores oprimidos por la dictadura comunista, con la policía secreta visitándonos una vez por semana durante años, el teléfono intervenido, y vigilados como delincuentes peligrosos. Y no era fácil lidiar con la depresión y el ostracismo, con la ausencia casi absoluta de amigos, y el dogal al cuello. Pero yo inventé métodos para escapar de aquella fea realidad, y sostenida por la fuerza que encontré en Dios, y la visión de algunos textos de metafísica que me facilitaba el increíble Joseíto, mi maestro espiritual, nuestro exilio interior se convirtió en una experiencia casi renovadora.
Recuerdo que le propuse a Heberto que empezásemos a escribir cada uno una novela (bastaría con dos cuartillas al día) y ejercicios para mantenernos sanos, física y mentalmente. De aquella apuesta a la recuperación emocional, para contrarrestar la resaca incesante del llamado Caso Padilla, nació mi novela Aventuras de Juan y Juana, todavía inédita y que hace dos años rechazó una editorial de Barcelona, deseándome buena suerte.
Nadie que yo sepa ha leído esa novela, salvo el escritor mexicano Carlos Fuentes, quien en 1975 fue jurado de un concurso adonde logré hacer llegar desde Cuba el manuscrito. No me dieron nada, ni una mención, pero luego encontré (¡creo en las coincidencias!) que Terra Nostra, de Fuentes, tenía ideas en los capítulos finales muy parecidas a la mía.
De esa temporada salieron los poemas de Heberto de El hombre junto al mar, luego publicados por Seix Barral. Pero no logré, por supuesto, que hiciera ejercicios ni mucho menos que se interesara por mis lecturas metafísicas. Sin embargo hizo amistad entrañable con Joseíto.
Voy a contarles un secreto (no tan secreto ya). Más que las torturas que sufrió en la Seguridad del Estado, Heberto decidió hacer aquella espantosa autocrítica luego de que nuestro interrogador, el teniente Pedro Alvarez Lugo (más tarde parte del juicio contra el general Ochoa), le hizo oír la grabación del interrogatorio que me hicieron en los cuarteles de la Seguridad. Heberto no sabía que yo también estaba detenida. Luego, ya ambos en liberdad, fui yo la que le rogué a Heberto me dejase a mí también participar en el denigrante mea culpa del 27 de abril en la Union de Escritores. No, él no me acusó a mí de nada.
Por eso, en diciembre de 1978, cuando fui llamada al despacho de Fidel Castro, tras una carta mía acusatoria a la Seguridad del Estado, y me recibió su secretario particular, el doctor Chomy Miyar Barruecos, no podía creer lo que estaba oyendo: ``En primer lugar, el comandante en jefe me ha pedido que le diga que la revolución --y no dejaba de mirarme fijamente-- reconoce que ha cometido un error con ustedes y que está dispuesta a rectificar, y quiere que usted se lo trasmita así a su esposo. Y, en segundo lugar, el comandante en jefe quiere que Padilla sepa que la revolucion está dispuesta a darle todo lo que él pida, todo, óigame bien (y recalcó todo) a cambio de que no abandone el país''.
Nunca he sido valiente, pero no sé de dónde me salieron las palabras para ripostarle: ''Mire --le contesté--, yo no puedo decirle a un hombre que ha sufrido tanto, y que lo único que quiere es irse del país, que acepte esa oferta. Usted tiene que llamarlo y decírselo personalmente''. Tampoco sé cómo salí de la cueva del lobo, pues estaba en el llamado Palacio de la Revolución, en las mismas oficinas de Fidel Castro. No sólo lo había oído retractarse de un gravísimo error, sino sabía ya de primera mano que era capaz de intentar comprar a cualquiera.
Hoy Heberto está muerto, algunos todavía lo siguen considerando un cobarde, pero yo, que lo amé como nadie y compartí su vida (y también su muerte), puedo asegurarles que un día Cuba rescatará su memoria del ultraje y la vergüenza que lo llevaron a una temprana muerte. Su obra es quizás el mayor bofetón que esa revolucion ha recibido jamás de un escritor. Pero es también el hermoso homenaje de un gran poeta a su patria, de un poeta que siempre ha vivido en Cuba. belkisbell@aol.com
Sunday, June 18, 2006
TANIA DIAZ CASTRO, AMIGA
Belkis Cuza Male
Mi amiga Tania me ha enviado unos poemas de su mas reciente manuscrito y tambien una foto: estamos con ella, Heberto y yo, en el Parque Almendares, cerca de casa. Debe ser "invierno" y alrededor de 1975, pues Ernesto, mi hijo, no parece tener mas de tres anos y lleva sweater.
Junto a Maricarmen y Gretel ( hoy mujeres crecidas, viviendo ambas en el extranjero), esta Tania. Esta es la Tania que yo recuerdo.
Creo descubrir en todos los rostros una cierta placidez, no propia de las angustias sobrellevadas, pero real. Y hasta felicidad, que es mucho decir, en ese Heberto sonriente.
A raiz de la detencion de Tania en Cuba, tras fundar el Partido de los Derechos Humanos, Linden Lane Press publico su libro Todos me van a tener que oir, en una edicion bilingue, con traducciones al ingles de Carolina Hospital y Pablo Medina. En la portada, un dibujo inedito de nuestra querida Juana Borrero.
Desde entonces, la vida de Tania ha dado muchas vueltas y sufrido todo tipo de presiones, pero yo podria decir que no conozco a nadie que tenga tanta energia positiva para reinventarse a si misma como ella. Por eso y por otras muchas cosas la quiero y respeto. Y porque es una gran poeta y escritora.
Decidio quedarse en Cuba y esperar. Ha vivido permutando su vivienda de un sitio a otro, como tratando de asentarse en terreno solido, algo casi imposible de lograr. Pero yo estoy segura de que dificilmente podran acabar con la increible Tania Diaz Castro.
Cierro los ojos y puedo ver su hogar de hoy: limpio, con un orden especial para sus libros y recuerdos queridos. Y gran paz, como si esta entrara con la brisa del mar cercano, alla en Alamar.
Hemos sido (y somos) amigas y vecinas. Compartimos ambas la amistad inmensa de Mercita Borrero, la hermana menor de Juana. Y hemos visto demasiado en esa Habana de los sesenta y setenta, como para decir juntas con Neruda aquello de "confieso que he vivido".
Pronto podran leer sus hermosos poemas, solo igualados por su gran talento como cronista, en esos articulos que envia desde la Isla a Cubanet (www.Cubanet.com).
No se si llorar o reir cuando contemplo ahora desde Texas el paisaje escondido de la fotografia. Ese Parque Almendares repleto de misterios y lontananzas, donde de seguro (lo he olvidado) nos reunimos con Tania, para celebrar algun cumpleanos de sus hijas.
Gracias, amiga querida, por la foto y los poemas. Y tambien por los recuerdos.
Belkis Cuza Male
Mi amiga Tania me ha enviado unos poemas de su mas reciente manuscrito y tambien una foto: estamos con ella, Heberto y yo, en el Parque Almendares, cerca de casa. Debe ser "invierno" y alrededor de 1975, pues Ernesto, mi hijo, no parece tener mas de tres anos y lleva sweater.
Junto a Maricarmen y Gretel ( hoy mujeres crecidas, viviendo ambas en el extranjero), esta Tania. Esta es la Tania que yo recuerdo.
Creo descubrir en todos los rostros una cierta placidez, no propia de las angustias sobrellevadas, pero real. Y hasta felicidad, que es mucho decir, en ese Heberto sonriente.
A raiz de la detencion de Tania en Cuba, tras fundar el Partido de los Derechos Humanos, Linden Lane Press publico su libro Todos me van a tener que oir, en una edicion bilingue, con traducciones al ingles de Carolina Hospital y Pablo Medina. En la portada, un dibujo inedito de nuestra querida Juana Borrero.
Desde entonces, la vida de Tania ha dado muchas vueltas y sufrido todo tipo de presiones, pero yo podria decir que no conozco a nadie que tenga tanta energia positiva para reinventarse a si misma como ella. Por eso y por otras muchas cosas la quiero y respeto. Y porque es una gran poeta y escritora.
Decidio quedarse en Cuba y esperar. Ha vivido permutando su vivienda de un sitio a otro, como tratando de asentarse en terreno solido, algo casi imposible de lograr. Pero yo estoy segura de que dificilmente podran acabar con la increible Tania Diaz Castro.
Cierro los ojos y puedo ver su hogar de hoy: limpio, con un orden especial para sus libros y recuerdos queridos. Y gran paz, como si esta entrara con la brisa del mar cercano, alla en Alamar.
Hemos sido (y somos) amigas y vecinas. Compartimos ambas la amistad inmensa de Mercita Borrero, la hermana menor de Juana. Y hemos visto demasiado en esa Habana de los sesenta y setenta, como para decir juntas con Neruda aquello de "confieso que he vivido".
Pronto podran leer sus hermosos poemas, solo igualados por su gran talento como cronista, en esos articulos que envia desde la Isla a Cubanet (www.Cubanet.com).
No se si llorar o reir cuando contemplo ahora desde Texas el paisaje escondido de la fotografia. Ese Parque Almendares repleto de misterios y lontananzas, donde de seguro (lo he olvidado) nos reunimos con Tania, para celebrar algun cumpleanos de sus hijas.
Gracias, amiga querida, por la foto y los poemas. Y tambien por los recuerdos.
Wednesday, March 22, 2006
Belkis Cuza Male en La Casa de las Americas, La Habana, 1968
Foto de Belkis Cuza Male, en la entrega de los premios Casa de las Americas, La Habana, 1968
En 1968, mi libro de poemas Juego de damas habia quedado finalista en el Concurso de La Casa de las Americas. Era la tercera vez que participaba y llegaba a finalista. La primera, en 1962, con mi libro Tiempos de sol (entregado a las Ediciones El Puente para su publicacion, aunque las bases del premio comprendian la publicacion del libro por la Casa de las Americas), libro escogido por el poeta haitiano Rene Depestre. Yo no habia cumplido aun los veinte anos, aunque mi libro El viento en la pared veria la luz meses despues, por la editorial de la Universidad de Oriente, donde yo habia estudiado literatura. Sin embargo, la mencion otorgada entonces a mi libro por la Casa de las Americas no significo mucho para mi, ni me abrio puertas, pero me dio un motivo ante mi padre para viajar a La Habana. Tuve, sin embargo, que recavar la ayuda de mi abuelo catalan, que vivia en Guantanamo, pues mi padre no me hubiera permitido viajar sola a La Habana desde Santiago de Cuba.
Recuerdo ese momento de mi vida como algo extrano y profetico: alli conoci a intelectuales de la talla continental de don Ezequiel Martinez Estrada, Rene Depestre, y muchos otros, pero sobre todo, conoci a Heberto Padilla, quien tambien estaba entre los finalistas, con su libro El justo tiempo humano, un libro maravilloso, que debio ser el premio no el de Fayad Jamis, de menor calidad.
La segunda vez que quede finalista, en 1963, fue con Cartas a Ana Frank, publicado tres anos despues por los cuadernos UNEAC, de la Union de escritores y Artistas de cuba, con portada y diseno del poeta y pintor Fayad Jamis.
Pero en 1968, el premio se lo otorgaron a Taberna y otros poemas, de nuestro amigo, el poeta Roque Dalton, asesinado luego por las guerrillas marxistas de El Salvador. Libro que el propio Roque llevo dias antes a nuestro apartamento, para que Heberto lo revisara y ordenara.
Una seleccion de los poemas de Juego de damas aparecio luego en una antologia de las Ediciones Casa bajo el titulo de 8 poetas. Efrain Huerta, poeta mexicano integrante del jurado, y amigo tambien nuestro, al igual que su esposa la poeta Telma Nava, tuvo a su cargo la seleccion y edicion de la antologia. En 1971, sin embargo, a raiz de nuestra detencion, y ya publicado por las ediciones de la Union de Escritores y Artistas de Cuba, el libro fue destruido.
Dias despues de salir de los cuarteles de la Seguridad del Estado y tras la farsa de la autocritica, a la que nos obligo la dictadura de Fidel Castro, Rolando Rodriguez, entonces director del Instituto del Libro, me llamo a su despacho para informarme que mi libro contenia poemas de caracter contrarrevolucionario y que por lo tanto iba a ser destruido. Lo unico que conservo de esa edicion es una pagina del poema "Critica a la razon impura".
Gracias a los auspicios de Carlos Espinosa, el libro fue publicado 31 anos despues por la Editorial Termino de Cincinnati, en la coleccion "Libros de las Cuatro Estaciones", dirigida por el propio Espinosa. En 1987, sin embargo, Pamela Carmell tradujo muchos de los poemas de Juego de damas y los publico, junto con otros mios de El patio de mi casa (titulo provisional que luego se convertiria en La otra mejilla) , bajo el titulo de Woman on the Front Lines.
A los que deseen informacion sobre como adquirir una copia de Juego de damas, en espanol, por favor, enviar un email a BelkisBell@Aol.com.
Has hecho el amor a la manera de Gary Cooper
Has hecho el amor a la manera de Gary Cooper.
No habia tiempo para mas, porque siempre
un hombre espera por ti, te sigue a todas partes,
escucha mis quejidos, se asoma al ojo de la cerradura.
Lo esta mirando todo:
tu, vestido,
yo, desnuda, estirandome como una garza
en la alberca.
Belkis Cuza Male, de su libro de poemas Juego de damas, La Habana, 1967.
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En 1968, mi libro de poemas Juego de damas habia quedado finalista en el Concurso de La Casa de las Americas. Era la tercera vez que participaba y llegaba a finalista. La primera, en 1962, con mi libro Tiempos de sol (entregado a las Ediciones El Puente para su publicacion, aunque las bases del premio comprendian la publicacion del libro por la Casa de las Americas), libro escogido por el poeta haitiano Rene Depestre. Yo no habia cumplido aun los veinte anos, aunque mi libro El viento en la pared veria la luz meses despues, por la editorial de la Universidad de Oriente, donde yo habia estudiado literatura. Sin embargo, la mencion otorgada entonces a mi libro por la Casa de las Americas no significo mucho para mi, ni me abrio puertas, pero me dio un motivo ante mi padre para viajar a La Habana. Tuve, sin embargo, que recavar la ayuda de mi abuelo catalan, que vivia en Guantanamo, pues mi padre no me hubiera permitido viajar sola a La Habana desde Santiago de Cuba.
Recuerdo ese momento de mi vida como algo extrano y profetico: alli conoci a intelectuales de la talla continental de don Ezequiel Martinez Estrada, Rene Depestre, y muchos otros, pero sobre todo, conoci a Heberto Padilla, quien tambien estaba entre los finalistas, con su libro El justo tiempo humano, un libro maravilloso, que debio ser el premio no el de Fayad Jamis, de menor calidad.
La segunda vez que quede finalista, en 1963, fue con Cartas a Ana Frank, publicado tres anos despues por los cuadernos UNEAC, de la Union de escritores y Artistas de cuba, con portada y diseno del poeta y pintor Fayad Jamis.
Pero en 1968, el premio se lo otorgaron a Taberna y otros poemas, de nuestro amigo, el poeta Roque Dalton, asesinado luego por las guerrillas marxistas de El Salvador. Libro que el propio Roque llevo dias antes a nuestro apartamento, para que Heberto lo revisara y ordenara.
Una seleccion de los poemas de Juego de damas aparecio luego en una antologia de las Ediciones Casa bajo el titulo de 8 poetas. Efrain Huerta, poeta mexicano integrante del jurado, y amigo tambien nuestro, al igual que su esposa la poeta Telma Nava, tuvo a su cargo la seleccion y edicion de la antologia. En 1971, sin embargo, a raiz de nuestra detencion, y ya publicado por las ediciones de la Union de Escritores y Artistas de Cuba, el libro fue destruido.
Dias despues de salir de los cuarteles de la Seguridad del Estado y tras la farsa de la autocritica, a la que nos obligo la dictadura de Fidel Castro, Rolando Rodriguez, entonces director del Instituto del Libro, me llamo a su despacho para informarme que mi libro contenia poemas de caracter contrarrevolucionario y que por lo tanto iba a ser destruido. Lo unico que conservo de esa edicion es una pagina del poema "Critica a la razon impura".
Gracias a los auspicios de Carlos Espinosa, el libro fue publicado 31 anos despues por la Editorial Termino de Cincinnati, en la coleccion "Libros de las Cuatro Estaciones", dirigida por el propio Espinosa. En 1987, sin embargo, Pamela Carmell tradujo muchos de los poemas de Juego de damas y los publico, junto con otros mios de El patio de mi casa (titulo provisional que luego se convertiria en La otra mejilla) , bajo el titulo de Woman on the Front Lines.
A los que deseen informacion sobre como adquirir una copia de Juego de damas, en espanol, por favor, enviar un email a BelkisBell@Aol.com.
Has hecho el amor a la manera de Gary Cooper
Has hecho el amor a la manera de Gary Cooper.
No habia tiempo para mas, porque siempre
un hombre espera por ti, te sigue a todas partes,
escucha mis quejidos, se asoma al ojo de la cerradura.
Lo esta mirando todo:
tu, vestido,
yo, desnuda, estirandome como una garza
en la alberca.
Belkis Cuza Male, de su libro de poemas Juego de damas, La Habana, 1967.
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Tuesday, March 21, 2006
La detención
Belkis Cuza Male
Belkis Cuza Male
(Apuntes del 30 de abril de 1971)
Hace casi dos meses que no escribo una línea en este diario. No es extraño que me cueste tanto trabajo localizar un punto cualquiera en la memoria, no es extraño cuando se ha vivido en tan poco tiempo un cúmulo de situaciones dolorosas y absurdas.
Si quisiera reconstruir todo lo sucedido en estos últimos días tendría que comenzar la víspera de los acontecimientos, la noche en que Heberto me pidió que lo llamara alrededor de las nueve a la habitación de Saverio Tutino, en el Hotel Riviera, donde se reuniría con Jorge Edwards y Norberto Fuentes, para comprobar si había llegado. No queriendo utilizar nuestro teléfono bajé a la calle y llamé desde uno público. Tarde en la noche, ya Heberto en casa, alguien repitió el juego a la inversa, llamando a nuestra casa para preguntar con voz ingenua si “Luis” estaba ahí. Entonces no me percaté de que trataban de localizar a Heberto.
A la mañana siguiente --sábado 20 de marzo--, me desperté sin sospechar que en breve se iban a desarrolar ante mis ojos los acontecimientos que cambiarían el curso de nuestras vidas. ¡Qué claro lo veo todo ahora! Yo, de un sitio a otro con el manuscrito de la novela de Heberto, temerosa de que al menor descuido lo robaran, con una tensión alimentada por las visitas constantes de ese ser sin escrúpulos que se hacía pasar por amigo, de quien yo sospechaba --y con razón-- que espiaba para la policía; acosados a toda hora por una situación cada más más incierta, que conllevaba un marginamiento absoluto. Hacía rato que no le oía decir a Heberto con la seguridad de antes, que de lo único que podrían acusarlo sería de cometer “un delito de opiniòn”, y hacía dos días que Norberto Fuentes no salía de nuestro apartamento, que charlaba durante horas con Heberto, y yo no podía evitar el recelo que me producía su visita. Lo conocía bien, no era nuestro amigo, y desentonaba en medio de este pequeño mundo casi simétrico que no admite de por sí nuevas “adquisiones”. No, no encajaba aquí, entre los libros y la intimidad del estudio, de eso estoy segura. Su mundo era otro.
Y hacía rato que sentíamos sobre nosotros las miradas sagaces de unos ojos vigilantes, sin rostros. Estábamos siendo observados, cuidadosamente seguidos, y aquella mañana, sin duda, lograron sorprendernos.
Adormilada todavía fui y me asomé a la mirilla, estaban tocando a la puerta. Eran alrededor de las siete. No se veía nada, porque el pasillo está siempre a oscuras y es difícil distinguir un rostro en la penumbra.
Sin saber bien por qué pregunté con miedo, casi aterrorizada, quién era. Del otro lado me constestó la voz impresionante del hombre de los telegramas. Entonces pude verlo por el pequeño agujero de la mirilla: tenía una expresión terrible y un rostro muy negro. Cuando corrí a contárselo a Heberto, me dijo que no le abriera, que tirara el telegrama por debajo de la puerta.
--Lo siento, tiene quer firmar.
Yo sabía que aquel hombre no traía ningún telegrama, yo casi estaba segura de que se trataba de la policía, pero Heberto seguía negándose a que yo abriera la puerta. ¡Qué tumben la puerta!, gritaba, como si con eso pudiéramos evitar algo.
Pero fui y abrí porque tneía miedo de que mi negativa tuviera mayores consecuencias y no quería prolongar mi angustia.
Todo se produjo a un tiempo: el empujón contra la puerta, aquel "¡Seguridad del Estado!" voceado por el gigantesco negro, su carnet de la policía secreta casi incrustados sobre mis ojos, y aquellos doce o trece hombres que se abalanzaron pistola en mano dentro del apartamento.
No fue preciso que reaccionara, porque uno de ellos se ocupó de gritarme que me sentara en una silla próxima. Y al poco rato vi aparecer a Heberto, vestido con aquel pantalón pitusa* que le había regalado Efraín Huerta, de color crema, y la camisa de checa de mangas largas, a cuadros amarillos y azules, seguido de un grupo de policías que aún no habían guardado sus armas, como si se tratase de impedir la fuga de algún peligroso criminal.
Lloraba dominada por los nervios: frente a mí se estaba produciendo una escena extrañìsima, difícil entonces y ahora de ubicar. Las pesadillas se sucedían. Un enano moreno comenzó a tomar fotografías del apartamento, de mí, y de cuanto le llamaba la atención. No se salvó la ilustración de la revista americana donde anunciaban aquel wisky matizado de ideología: "Sólo hay tres países donde no se vende: Viet Nam, Corea del Norte y Cuba", decía el anuncio que yo había enmarcado y puesto en la pared. Yo, que coleccionaba anuncios, iba a ser juzgada ahora por mi ingenuidad. El dolor y el miedo pueden engendrar su propia rabia, porque no sé cómo, saqué valor y le grité al hombre con cara de fotógrafo, que retratase también ese otro cuadro gigantesco donde asomaba mi poema junto a un dibujo casi litúrgico del Ché. Ocupa casi toda la pared principal de esta sala-comedor hasta rozar el techo, y es imposible no verlo. Fue un regalo de Alberto Mora, al finalizar la exposición del Departamento de Cultura de la Universidad. Pero el hombre no se dio por enterado, su misión consistía en que no se le escapase ninguna huella de delito que pudiera servirles para acusarnos de disidencia política. Aquel Ché le debió parecer óbvio, para disimular, así que continuó implacable en su búsquedad.
Sin dejar de llorar, invoqué el nombre de Dios, oré en silencio, tratando de encontrar una respuesta. Repetía una y otra vez el Padre Nuestro y el Ave María. De pronto, el ruido de algo que chisporroteaba en el fuego llamò mi atención. Era una vieja lata de melocotón, ahora vacía, que yo había puesto al fuego con agua, momentos antes de que tocaran a la puerta. Estaba preprando el cafe y me había vuelto a la cama en espera de que hirviera. Consumida el agua, ahora chisporreataba. Finalmente, el policía fue y cerró la llave del gas.
Al mismo tiempo, me invadió una paz enorme, una tranquilidad nunca imaginada, y desde algún sitio de mi universo sentí una voz que me decía: "No te preocupes, nada les pasará. Todo se ha acabado". A pesar de mi estado de "beatitud", traté de ser realista, y quise contradecirme, alejar las falsas esperanzas, porque mi "corazonada" me parecía demasiado ilógica. ¿Qué podíamos esperar; cómo no temer a los años desperdiciados en una cárcel, cómo no sentir miedo ante la pérdida de la libertad? ¿Es que acaso no habían dado ya el primer paso? ¿No se habían llevado a Heberto a los cuarteles de la Seguridad del Estado?
Una voz me hizo volver a la realidad. Los policías que se habían hecho cargo del registro comenzaron su labor implacable de destrucción. Eran brutales. En un segundo crearon un caos absoluto, sobre todo porque el nuestro era un pequeño apartamento. Aquí no había más que libros y algunos cuadros en las paredes: un lugar de trabajo para un par de escritores, eso es todo.
Todavía me acompaña la sensación de náuseas. Pedí que me dejaran ir al baño (a mi propio baño) y tuve que volver tres veces. Yo no soñaba, sabía que aquella voz que quería parecer amable, la del jefe del grupo, un hombre de estatura baja y regordete, me preguntaba ahora dónde habíamos escondido la novela.
--¿Por qué no nos evita la búsqueda y nos dice dónde está?
Entre sollozos, le contesté como pude, tratando de no delatarme con algún movimiento involuntario de mis ojos.
Me dejó por imposible. Lo vi entonces dar media vuelta e internarse en nuestra habitación. Pero enseguida, una voz alarmada, que llegaba desde el cuarto de mi hija, puso a todos sobreaviso: "Miren esto! ¡Aquí está! ¡Aquí está!".
Había aparecido la primera copía de la novela. Con el movimiento de los libros del pequeño estante que hay en la habitación, un cuadro se deslizó de la pared y una de las copias cayó al suelo, dejando al descubierto el escondrijo: la parte posterior del marco formaba una cajuela perfecta para albergar la copia.
Enseguida comenzaron a desmontar todos los otros cuadros que colgaban de las paredes: implacables cuchillas rompían los enmarques, en una búsqueda inútil porque no volvieron a encontrar copía alguna detrás de estos, pero aparecieron en otros sitios, como si de pronto, todas hubieran estado a la vista.
Oí entonces el comentario sarcástico del jefe: "¿Así que no sabía dónde estaba!, eh?".
Tenían ya en su poder las cinco copias que Heberto le había mandado a hacer al mecanògrafo, aquel señor asustadizo del que no he vuelto a tener noticias, que entonces parecia aterrarze más y más en la medida en que avanzaba con su trabajo.
Me abandoné a los malos pensamientos. Se habían llevado a Heberto, habían encontrado las copias del manuscrito de la novela, y era imposible, pensaba, que aquello tuviese un final feliz, o por lo menos entonces me parecía muy lejano. Sumida en estos amargos pensamientos, sin dejar de llorar, comprendí de pronto que mi última esperanza estaba a punto de desvanecerse si no ocurría un milaglro. Uno de los policías, un joven largo y flaco, se acercaba lentamente al cesto de mimbre que había en la sala-comedor, y donde estaban depositados algunos juguetes de mi hija. Iba a comenzar a registrar allí, cuando de súbito el jefe lo interrumpió con voz de mando: "No, déjalo". Y a mí me pareció milagroso.
Su orden evitó a tiempo que se llevaran el original de la novela. Yo misma la había ocultado ingenuamente en ese sitio: se trataba de una copia llena de tachaduras, resguardada entre dos tapas azules de cartón y envuelta en un "nylon". Me he prometido a mí misma que no se lo diré a nadie, que dejaré en manos del destino su salvación.
Entonces apareció el jefe de la "operación" de detención y registro, y comenzó a cerrar las ventanas del apartamento y a decir que tenía que acompañarlos a la Seguridad del Estado para firmar algunos papeles relacionados con la detención de Heberto. Me negué una y otra vez, sabía que áquel no era el procedimiento habitual, estaba segura que pretendían engañarme. Pero de nada me valió negarme. A mi alrededor el desorden era impresionante, había libros tirados por el suelo, cuadros destrozados, así que supe que mi única opción era acompañarlos. En unos minutos el apartamento quedó cerrado y el responsable del grupo dio una orden que yo no logré entender. Fue entonces que le rogué ingenuamente que me permitiera ir a informarle al vecino, que a su vez era presidente del Comité de Defensa, y que vivía en el edificio, lo que había ocurrido en mi casa. ¡Qué absurdo de mi parte!, como si valiera la pena que ese señor de voz agudísima y espejuelos negros a perpetuidad, un velado enemigo de todo el que no pensara como él, se enterese de nuestra situación.
Por supuesto, me respondieron que no era necesario, que tenían prisa, y comprobé que uno de ellos se iba quedando rezagado a propósito, mientras me alejaba escoltada por la policía, por aquel pasillo casi en penumbras. Sin duda, trataban de evitar que yo llamase la atención de los vecinos.
Pero yo no cesaba de llorar.
Hace casi dos meses que no escribo una línea en este diario. No es extraño que me cueste tanto trabajo localizar un punto cualquiera en la memoria, no es extraño cuando se ha vivido en tan poco tiempo un cúmulo de situaciones dolorosas y absurdas.
Si quisiera reconstruir todo lo sucedido en estos últimos días tendría que comenzar la víspera de los acontecimientos, la noche en que Heberto me pidió que lo llamara alrededor de las nueve a la habitación de Saverio Tutino, en el Hotel Riviera, donde se reuniría con Jorge Edwards y Norberto Fuentes, para comprobar si había llegado. No queriendo utilizar nuestro teléfono bajé a la calle y llamé desde uno público. Tarde en la noche, ya Heberto en casa, alguien repitió el juego a la inversa, llamando a nuestra casa para preguntar con voz ingenua si “Luis” estaba ahí. Entonces no me percaté de que trataban de localizar a Heberto.
A la mañana siguiente --sábado 20 de marzo--, me desperté sin sospechar que en breve se iban a desarrolar ante mis ojos los acontecimientos que cambiarían el curso de nuestras vidas. ¡Qué claro lo veo todo ahora! Yo, de un sitio a otro con el manuscrito de la novela de Heberto, temerosa de que al menor descuido lo robaran, con una tensión alimentada por las visitas constantes de ese ser sin escrúpulos que se hacía pasar por amigo, de quien yo sospechaba --y con razón-- que espiaba para la policía; acosados a toda hora por una situación cada más más incierta, que conllevaba un marginamiento absoluto. Hacía rato que no le oía decir a Heberto con la seguridad de antes, que de lo único que podrían acusarlo sería de cometer “un delito de opiniòn”, y hacía dos días que Norberto Fuentes no salía de nuestro apartamento, que charlaba durante horas con Heberto, y yo no podía evitar el recelo que me producía su visita. Lo conocía bien, no era nuestro amigo, y desentonaba en medio de este pequeño mundo casi simétrico que no admite de por sí nuevas “adquisiones”. No, no encajaba aquí, entre los libros y la intimidad del estudio, de eso estoy segura. Su mundo era otro.
Y hacía rato que sentíamos sobre nosotros las miradas sagaces de unos ojos vigilantes, sin rostros. Estábamos siendo observados, cuidadosamente seguidos, y aquella mañana, sin duda, lograron sorprendernos.
Adormilada todavía fui y me asomé a la mirilla, estaban tocando a la puerta. Eran alrededor de las siete. No se veía nada, porque el pasillo está siempre a oscuras y es difícil distinguir un rostro en la penumbra.
Sin saber bien por qué pregunté con miedo, casi aterrorizada, quién era. Del otro lado me constestó la voz impresionante del hombre de los telegramas. Entonces pude verlo por el pequeño agujero de la mirilla: tenía una expresión terrible y un rostro muy negro. Cuando corrí a contárselo a Heberto, me dijo que no le abriera, que tirara el telegrama por debajo de la puerta.
--Lo siento, tiene quer firmar.
Yo sabía que aquel hombre no traía ningún telegrama, yo casi estaba segura de que se trataba de la policía, pero Heberto seguía negándose a que yo abriera la puerta. ¡Qué tumben la puerta!, gritaba, como si con eso pudiéramos evitar algo.
Pero fui y abrí porque tneía miedo de que mi negativa tuviera mayores consecuencias y no quería prolongar mi angustia.
Todo se produjo a un tiempo: el empujón contra la puerta, aquel "¡Seguridad del Estado!" voceado por el gigantesco negro, su carnet de la policía secreta casi incrustados sobre mis ojos, y aquellos doce o trece hombres que se abalanzaron pistola en mano dentro del apartamento.
No fue preciso que reaccionara, porque uno de ellos se ocupó de gritarme que me sentara en una silla próxima. Y al poco rato vi aparecer a Heberto, vestido con aquel pantalón pitusa* que le había regalado Efraín Huerta, de color crema, y la camisa de checa de mangas largas, a cuadros amarillos y azules, seguido de un grupo de policías que aún no habían guardado sus armas, como si se tratase de impedir la fuga de algún peligroso criminal.
Lloraba dominada por los nervios: frente a mí se estaba produciendo una escena extrañìsima, difícil entonces y ahora de ubicar. Las pesadillas se sucedían. Un enano moreno comenzó a tomar fotografías del apartamento, de mí, y de cuanto le llamaba la atención. No se salvó la ilustración de la revista americana donde anunciaban aquel wisky matizado de ideología: "Sólo hay tres países donde no se vende: Viet Nam, Corea del Norte y Cuba", decía el anuncio que yo había enmarcado y puesto en la pared. Yo, que coleccionaba anuncios, iba a ser juzgada ahora por mi ingenuidad. El dolor y el miedo pueden engendrar su propia rabia, porque no sé cómo, saqué valor y le grité al hombre con cara de fotógrafo, que retratase también ese otro cuadro gigantesco donde asomaba mi poema junto a un dibujo casi litúrgico del Ché. Ocupa casi toda la pared principal de esta sala-comedor hasta rozar el techo, y es imposible no verlo. Fue un regalo de Alberto Mora, al finalizar la exposición del Departamento de Cultura de la Universidad. Pero el hombre no se dio por enterado, su misión consistía en que no se le escapase ninguna huella de delito que pudiera servirles para acusarnos de disidencia política. Aquel Ché le debió parecer óbvio, para disimular, así que continuó implacable en su búsquedad.
Sin dejar de llorar, invoqué el nombre de Dios, oré en silencio, tratando de encontrar una respuesta. Repetía una y otra vez el Padre Nuestro y el Ave María. De pronto, el ruido de algo que chisporroteaba en el fuego llamò mi atención. Era una vieja lata de melocotón, ahora vacía, que yo había puesto al fuego con agua, momentos antes de que tocaran a la puerta. Estaba preprando el cafe y me había vuelto a la cama en espera de que hirviera. Consumida el agua, ahora chisporreataba. Finalmente, el policía fue y cerró la llave del gas.
Al mismo tiempo, me invadió una paz enorme, una tranquilidad nunca imaginada, y desde algún sitio de mi universo sentí una voz que me decía: "No te preocupes, nada les pasará. Todo se ha acabado". A pesar de mi estado de "beatitud", traté de ser realista, y quise contradecirme, alejar las falsas esperanzas, porque mi "corazonada" me parecía demasiado ilógica. ¿Qué podíamos esperar; cómo no temer a los años desperdiciados en una cárcel, cómo no sentir miedo ante la pérdida de la libertad? ¿Es que acaso no habían dado ya el primer paso? ¿No se habían llevado a Heberto a los cuarteles de la Seguridad del Estado?
Una voz me hizo volver a la realidad. Los policías que se habían hecho cargo del registro comenzaron su labor implacable de destrucción. Eran brutales. En un segundo crearon un caos absoluto, sobre todo porque el nuestro era un pequeño apartamento. Aquí no había más que libros y algunos cuadros en las paredes: un lugar de trabajo para un par de escritores, eso es todo.
Todavía me acompaña la sensación de náuseas. Pedí que me dejaran ir al baño (a mi propio baño) y tuve que volver tres veces. Yo no soñaba, sabía que aquella voz que quería parecer amable, la del jefe del grupo, un hombre de estatura baja y regordete, me preguntaba ahora dónde habíamos escondido la novela.
--¿Por qué no nos evita la búsqueda y nos dice dónde está?
Entre sollozos, le contesté como pude, tratando de no delatarme con algún movimiento involuntario de mis ojos.
Me dejó por imposible. Lo vi entonces dar media vuelta e internarse en nuestra habitación. Pero enseguida, una voz alarmada, que llegaba desde el cuarto de mi hija, puso a todos sobreaviso: "Miren esto! ¡Aquí está! ¡Aquí está!".
Había aparecido la primera copía de la novela. Con el movimiento de los libros del pequeño estante que hay en la habitación, un cuadro se deslizó de la pared y una de las copias cayó al suelo, dejando al descubierto el escondrijo: la parte posterior del marco formaba una cajuela perfecta para albergar la copia.
Enseguida comenzaron a desmontar todos los otros cuadros que colgaban de las paredes: implacables cuchillas rompían los enmarques, en una búsqueda inútil porque no volvieron a encontrar copía alguna detrás de estos, pero aparecieron en otros sitios, como si de pronto, todas hubieran estado a la vista.
Oí entonces el comentario sarcástico del jefe: "¿Así que no sabía dónde estaba!, eh?".
Tenían ya en su poder las cinco copias que Heberto le había mandado a hacer al mecanògrafo, aquel señor asustadizo del que no he vuelto a tener noticias, que entonces parecia aterrarze más y más en la medida en que avanzaba con su trabajo.
Me abandoné a los malos pensamientos. Se habían llevado a Heberto, habían encontrado las copias del manuscrito de la novela, y era imposible, pensaba, que aquello tuviese un final feliz, o por lo menos entonces me parecía muy lejano. Sumida en estos amargos pensamientos, sin dejar de llorar, comprendí de pronto que mi última esperanza estaba a punto de desvanecerse si no ocurría un milaglro. Uno de los policías, un joven largo y flaco, se acercaba lentamente al cesto de mimbre que había en la sala-comedor, y donde estaban depositados algunos juguetes de mi hija. Iba a comenzar a registrar allí, cuando de súbito el jefe lo interrumpió con voz de mando: "No, déjalo". Y a mí me pareció milagroso.
Su orden evitó a tiempo que se llevaran el original de la novela. Yo misma la había ocultado ingenuamente en ese sitio: se trataba de una copia llena de tachaduras, resguardada entre dos tapas azules de cartón y envuelta en un "nylon". Me he prometido a mí misma que no se lo diré a nadie, que dejaré en manos del destino su salvación.
Entonces apareció el jefe de la "operación" de detención y registro, y comenzó a cerrar las ventanas del apartamento y a decir que tenía que acompañarlos a la Seguridad del Estado para firmar algunos papeles relacionados con la detención de Heberto. Me negué una y otra vez, sabía que áquel no era el procedimiento habitual, estaba segura que pretendían engañarme. Pero de nada me valió negarme. A mi alrededor el desorden era impresionante, había libros tirados por el suelo, cuadros destrozados, así que supe que mi única opción era acompañarlos. En unos minutos el apartamento quedó cerrado y el responsable del grupo dio una orden que yo no logré entender. Fue entonces que le rogué ingenuamente que me permitiera ir a informarle al vecino, que a su vez era presidente del Comité de Defensa, y que vivía en el edificio, lo que había ocurrido en mi casa. ¡Qué absurdo de mi parte!, como si valiera la pena que ese señor de voz agudísima y espejuelos negros a perpetuidad, un velado enemigo de todo el que no pensara como él, se enterese de nuestra situación.
Por supuesto, me respondieron que no era necesario, que tenían prisa, y comprobé que uno de ellos se iba quedando rezagado a propósito, mientras me alejaba escoltada por la policía, por aquel pasillo casi en penumbras. Sin duda, trataban de evitar que yo llamase la atención de los vecinos.
Pero yo no cesaba de llorar.
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Wednesday, March 15, 2006
Isabella
Belkis Cuza Malé
Isabella me recuerda todos los días el misterio de la vida, la alegría de la existencia humana, el plan divino, la libertad. Gracias a ella también estoy experimentado una nueva emoción, algo "inaudito", inimaginable para una mujer como yo que piensa que la vejez "no existe", que incluso prohibiò siempre a sus nietas --al igual que Priscilla Presley-- que usaran esa palabra tan "fea" , abuela. Aunque fue inútil, porque desde que pusieron un pie acá en este país no han dejado de usar como apelativo cariñoso ese "granma" (de cuyo nombre no quiero acordarme). Ahora resulta que como dice el refrán, al que no quiere caldo le dan dos tazas, y felizmente soy abuela doble. Es decir, bisabuela, ¿se imaginan que privilegio?.
Belkis Cuza Malé
Isabella me recuerda todos los días el misterio de la vida, la alegría de la existencia humana, el plan divino, la libertad. Gracias a ella también estoy experimentado una nueva emoción, algo "inaudito", inimaginable para una mujer como yo que piensa que la vejez "no existe", que incluso prohibiò siempre a sus nietas --al igual que Priscilla Presley-- que usaran esa palabra tan "fea" , abuela. Aunque fue inútil, porque desde que pusieron un pie acá en este país no han dejado de usar como apelativo cariñoso ese "granma" (de cuyo nombre no quiero acordarme). Ahora resulta que como dice el refrán, al que no quiere caldo le dan dos tazas, y felizmente soy abuela doble. Es decir, bisabuela, ¿se imaginan que privilegio?.
El nacimiento de Isabella, la hija de mi nieta Claudia --tambien una nina-- no solo es un acontemiento familiar, pues con ella se inaugura la primera generación Cuza-Malé nacida en este país, sino motivo de satisfacción muy entrañable para mí. Cuando en abril de 1979 tuve que salir de Cuba, traía de la mano a mi hijo Ernesto, de apenas 6 años. Detrás quedaba -- además de mi esposo, el poeta Heberto Padilla--, mi hija María Josefina, sin cumplir aún los 14 años, tras fracasar todos los intentos para que viajase conmigo. Las autoridades cubanas se las ingeniaron para impedirlo, alegando derechos de patria potestad, pues ella era hija de mi primer matrimonio. La historia es dolorosa de recordar, pero ilustra la clase de sufrimiento por la que hemos pasado los cubanos bajo el régimen castrista. Como yo, miles y miles las familias se encontraban separadas de sus hijos, por distintos motivos, razón por la que entonces, ya en Estados Unidos, fundé la organizaciòn Madres con Hijos en Cuba, donde registré cientos de casos parecidos al mío. Sólo dieciocho años después logré que mi hija saliera de la isla, ahora trayendo de la mano a las pequeñas Claudia y Paula, mis nietas.
Fueron muchas, infinitas, las gestiones que hice durante todos esos años para lograr su liberación, y que dejaran de usarla como rehén. Recuerdo la intervención del senador Edward Kennedy, la de otros varios senadores, la de Gabriel García Mázquez, la de Jorge Roblejo Lorié, la de cuanto personaje yo creía de utilidad para que hiciese gestiones con el régimen cubano. ¿Para qué contarles que el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal me negó su ayuda, o que el Nobel de la Paz, García Esquivel, a quien conocí en Nueva York, se mostró amable aunque dudo que haya abierto la boca en mi favor y de las otras madres? Incluso, estando en España, le escribi a la Reina Sofia, de quien sí recibí acuse oficial.
Moví cielo y tierra, aunque durante casi dos décadas todo pareció inútil. Los regímenes fascistas, como el cubano, saben cuándo apretar o aflojar la cuerda. En nuestra caso, se trataba de mantenernos en silencio, o lograr que fuésemos menos beligerantes. Y en alguna ocasión consiguieron que la prudencia y el miedo pudiesen más, y recien llegado Heberto Padilla de Cuba, impedí (ahora reconozco que estúpidamente) que la revista dominical del The New York Times lo entrevistase, tras incluso haber sido invitados a cenar con uno de sus renombrados periodistas y ultimar detalles de la entrevista.
Pero, tras esa desilución que crea la irremediable esperanza, y ya viviendo yo en Texas, un día se abrieron para mi hija y mis nietas las puertas de la cárcel (en Cuba hay rejas hasta en la mente de sus ciudadanos). Hoy doy gracias a Dios que logré arrancar a mi familia de las garras del monstruo: sin ese esfuerzo de 18 años, no hubiera existido Isabella. Su rostro alumbra ahora de modo distinto cada día de mi vida; tengo aquí su foto tras apenas horas de nacida, el pasado 21 de junio. Es hermosa como su madre, y tiene una extraña mezcla de nacionalidades: su padre es argentino y también de algún modo chileno, y lleva apellido nada hispano. No importa, es sencillamente Isabella, la niñita Isabella, la criatura enviada por Dios para recordarme que la libertad es preciosa, y un regalo divino, por la que debemos luchar siempre. La isla de donde procede su madre será sin duda también su isla cuando vuelva a salir el sol sobre sus costas. Mientras, yo me siento como los padres de Juan Gualberto Gómez, el eminente patriota cubano, amigo de José Martí, quienes siendo negros esclavos compraron su libertad cuando aún él estaba en el vientre de su madre. Isabella, en cambio, ha nacido libre, libre como esos pájaros que hoy cantan en su ventana, o como las olas de esa playa que mecen su sueño miamense. Feliz estoy y agradecida a Dios porque de algún modo también he dado a luz a Isabella; al menos, hice posible el milagro de que naciera libre.
Nov 2004
BelkisBell@Aol.com
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Fueron muchas, infinitas, las gestiones que hice durante todos esos años para lograr su liberación, y que dejaran de usarla como rehén. Recuerdo la intervención del senador Edward Kennedy, la de otros varios senadores, la de Gabriel García Mázquez, la de Jorge Roblejo Lorié, la de cuanto personaje yo creía de utilidad para que hiciese gestiones con el régimen cubano. ¿Para qué contarles que el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal me negó su ayuda, o que el Nobel de la Paz, García Esquivel, a quien conocí en Nueva York, se mostró amable aunque dudo que haya abierto la boca en mi favor y de las otras madres? Incluso, estando en España, le escribi a la Reina Sofia, de quien sí recibí acuse oficial.
Moví cielo y tierra, aunque durante casi dos décadas todo pareció inútil. Los regímenes fascistas, como el cubano, saben cuándo apretar o aflojar la cuerda. En nuestra caso, se trataba de mantenernos en silencio, o lograr que fuésemos menos beligerantes. Y en alguna ocasión consiguieron que la prudencia y el miedo pudiesen más, y recien llegado Heberto Padilla de Cuba, impedí (ahora reconozco que estúpidamente) que la revista dominical del The New York Times lo entrevistase, tras incluso haber sido invitados a cenar con uno de sus renombrados periodistas y ultimar detalles de la entrevista.
Pero, tras esa desilución que crea la irremediable esperanza, y ya viviendo yo en Texas, un día se abrieron para mi hija y mis nietas las puertas de la cárcel (en Cuba hay rejas hasta en la mente de sus ciudadanos). Hoy doy gracias a Dios que logré arrancar a mi familia de las garras del monstruo: sin ese esfuerzo de 18 años, no hubiera existido Isabella. Su rostro alumbra ahora de modo distinto cada día de mi vida; tengo aquí su foto tras apenas horas de nacida, el pasado 21 de junio. Es hermosa como su madre, y tiene una extraña mezcla de nacionalidades: su padre es argentino y también de algún modo chileno, y lleva apellido nada hispano. No importa, es sencillamente Isabella, la niñita Isabella, la criatura enviada por Dios para recordarme que la libertad es preciosa, y un regalo divino, por la que debemos luchar siempre. La isla de donde procede su madre será sin duda también su isla cuando vuelva a salir el sol sobre sus costas. Mientras, yo me siento como los padres de Juan Gualberto Gómez, el eminente patriota cubano, amigo de José Martí, quienes siendo negros esclavos compraron su libertad cuando aún él estaba en el vientre de su madre. Isabella, en cambio, ha nacido libre, libre como esos pájaros que hoy cantan en su ventana, o como las olas de esa playa que mecen su sueño miamense. Feliz estoy y agradecida a Dios porque de algún modo también he dado a luz a Isabella; al menos, hice posible el milagro de que naciera libre.
Nov 2004
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Friday, March 10, 2006
Xavier
BELKIS CUZA MALE
El misterio de la vida sólo puede tener una explicación: Dios. Y esa inteligencia superior que creó el universo con un soplo, con una palabra, sigue creando y recreándonos. Han pasado los años, pero el corazón no envejece, por eso acoge con suma alegría el nacimiento de una nueva criatura, porque nunca ha dejado de ser niño. Y esto que parece sin duda una frase común encierra también el conjuro de la vida. Niños somos y niños seremos hasta la muerte.
Y con ese espíritu de reverencia recibo en estos días a Xavier, el hijo de mi nieta Paula, también una niña. Apenas va a cumplir Xavier los tres meses, pero sus ojos oscuros y profundos lo observan todo con una extraña fijeza, con la adultez del que reconociese el sitio. No sé qué quiere decirme cuando me aprieta fuerte la mano y esos deditos tan pequeños y tiernos, como de porcelana, quieren trasmitir, estoy segura, algún incógnito mensaje, pues enseguida sonríe y se acomoda en su cunita, feliz sin duda de haber descubierto algo en mí. Pero qué, no sé.
Le han vestido de azul, con gorro y hasta guantecitos, porque hace frío en Texas y, viéndolo, pienso en el Martí de La edad de oro. ¡Cómo sabía este gran hombre del espíritu de los niños, cómo reflejó su amor por todos los pequeñitos del mundo! A través de sus manifiestos poéticos, de sus cartas a su hijo y a María Mantilla, su hijita querida, Martí nos dejó una literatura extraordinaria. A ella hay que volver cuando queremos profundizar en el amor. Sí, los niños nacen para ser felices. El ser humano --leemos también en los Evangelios-- fue creado para la felicidad, pero los enemigos acechan armados de odio. Nunca como antes se han visto tantos atropellos, tanto daño contra los niños. ¿Se imaginan un mundo con niños sin hambre, sin miseria, rodeados de amor?
Cuando soy yo la que observo de frente a Xavier, mirándolo con fijeza, vuelve a establecer conmigo un diálogo silencioso. Como si su alma estuviera creando vínculos con la mía. Al margen de interpretaciones científicas o metafísicas, estoy segura de que en estos momentos de reconocimiento mutuo Xavier me mira desde el fondo de su alma. Y es lo que hago yo también, conectarme con ese ser que acaba de nacer, que ha de crecer con amor, llevando con orgullo su Xavier, que es como el sello, el código particular de este futuro hombre.
Creo que cada edad es en sí misma sabia. La inmadurez no tiene nada que ver con los años, sino con la atrofia emocional. Un niño mira con los mismos ojos a los mayores como cuando llega a la madurez absoluta. Y yo puedo afirmarlo por experiencia propia. A los seis años sabía cómo interpretar el mundo a mi alrededor y me había formado opiniones que aún conservo. Por eso sé que los niños son adultos en miniatura. Y si ríen y saltan con estrépito, y corren y no les importa decir lo que piensan, expresar sus emociones, es porque aún los mayores no han comenzado a reprimirlos.
Para Xavier, y para todos los niños del mundo, sólo pido ''el pan que descendió del cielo'', como dijo Jesús de sí mismo. Que no les falte nunca este alimento.
belkisbell@aol.com
El misterio de la vida sólo puede tener una explicación: Dios. Y esa inteligencia superior que creó el universo con un soplo, con una palabra, sigue creando y recreándonos. Han pasado los años, pero el corazón no envejece, por eso acoge con suma alegría el nacimiento de una nueva criatura, porque nunca ha dejado de ser niño. Y esto que parece sin duda una frase común encierra también el conjuro de la vida. Niños somos y niños seremos hasta la muerte.
Y con ese espíritu de reverencia recibo en estos días a Xavier, el hijo de mi nieta Paula, también una niña. Apenas va a cumplir Xavier los tres meses, pero sus ojos oscuros y profundos lo observan todo con una extraña fijeza, con la adultez del que reconociese el sitio. No sé qué quiere decirme cuando me aprieta fuerte la mano y esos deditos tan pequeños y tiernos, como de porcelana, quieren trasmitir, estoy segura, algún incógnito mensaje, pues enseguida sonríe y se acomoda en su cunita, feliz sin duda de haber descubierto algo en mí. Pero qué, no sé.
Le han vestido de azul, con gorro y hasta guantecitos, porque hace frío en Texas y, viéndolo, pienso en el Martí de La edad de oro. ¡Cómo sabía este gran hombre del espíritu de los niños, cómo reflejó su amor por todos los pequeñitos del mundo! A través de sus manifiestos poéticos, de sus cartas a su hijo y a María Mantilla, su hijita querida, Martí nos dejó una literatura extraordinaria. A ella hay que volver cuando queremos profundizar en el amor. Sí, los niños nacen para ser felices. El ser humano --leemos también en los Evangelios-- fue creado para la felicidad, pero los enemigos acechan armados de odio. Nunca como antes se han visto tantos atropellos, tanto daño contra los niños. ¿Se imaginan un mundo con niños sin hambre, sin miseria, rodeados de amor?
Cuando soy yo la que observo de frente a Xavier, mirándolo con fijeza, vuelve a establecer conmigo un diálogo silencioso. Como si su alma estuviera creando vínculos con la mía. Al margen de interpretaciones científicas o metafísicas, estoy segura de que en estos momentos de reconocimiento mutuo Xavier me mira desde el fondo de su alma. Y es lo que hago yo también, conectarme con ese ser que acaba de nacer, que ha de crecer con amor, llevando con orgullo su Xavier, que es como el sello, el código particular de este futuro hombre.
Creo que cada edad es en sí misma sabia. La inmadurez no tiene nada que ver con los años, sino con la atrofia emocional. Un niño mira con los mismos ojos a los mayores como cuando llega a la madurez absoluta. Y yo puedo afirmarlo por experiencia propia. A los seis años sabía cómo interpretar el mundo a mi alrededor y me había formado opiniones que aún conservo. Por eso sé que los niños son adultos en miniatura. Y si ríen y saltan con estrépito, y corren y no les importa decir lo que piensan, expresar sus emociones, es porque aún los mayores no han comenzado a reprimirlos.
Para Xavier, y para todos los niños del mundo, sólo pido ''el pan que descendió del cielo'', como dijo Jesús de sí mismo. Que no les falte nunca este alimento.
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